JESUS Y EL GRIAL
Los romances sobre el Grial recalcan la importancia de la sangre de Jesús. También ponen de relieve un linaje. Y estaban relacionados con el linaje merovingio.
¿Tendría la sangre de Jesús alguna relación con la sangre real de los merovingios? ¿Podía el linaje relacionado con el Grial, traído a Europa poco después de la crucifixión, estar entrelazado con el linaje de los merovingios?
La necesidad de sintetizar
Preciso era reco¬nocer que unos cuantos siglos antes tales conclusiones hubiesen sido tabú y, en el caso de ser divulgadas, habrían recibido un severo castigo. Pero hada por lo menos dos siglos que este peligro había desaparecido. ¿Por qué nadie había reunido aún los fragmentos del rompecabezas?
Nos dimos cuenta de que las respuestas estaban en nuestra propia época. Desde la «Ilustración» del siglo xvm, la cultura y la conciencia de Occidente han estado orientadas al análisis en vez de a la síntesis. De conformidad con esta tendencia, la erudición moderna pone un acento desmesurado en la especialización, lo cual, implica la segregación del conocimiento en «disciplinas» diferenciadas. En conse¬cuencia, las esferas que abarcó nuestra investigación han es¬tado divididas tradicionalmente en compartimentos muy separados. En cada uno de ellos el material ha sido explorado y valorado por «expertos» en el campo de que se trate. Pero pocos o ninguno de estos «expertos» se han esforzado por establecer la conexión entre su campo particular y otros. De hecho, tales «expertos» tienden a contemplar con mucha suspicacia los campos ajenos. Y a menudo la investigación «interdisciplina¬ria» choca con obstáculos que se colocan a su paso porque se la juzga especulativa.
Se han escrito numerosos tratados sobre los romances que hablan del Grial. Y se han hecho muchos estudios, sobre los templarios y las cruzadas. Pero entre los expertos ha habido pocos historiadores, y aún menos han sido los historiado¬res que han mostrado interés por la historia compleja, a veces sórdida y no muy romántica que hay detrás de los templarios y de las cruzadas.
De modo parecido, los historiadores de los templarios y las cruzadas, al igual que sus colegas, se atienen casi a testimo¬nios y documentos «basados en datos».
Los romances sobre el Grial han sido descartados como cuentos, «imaginación de la época». Sugerirle a uno de estos historiadores que los romances sobre el Grial podrían contener verdad histórica equivaldría a una herejía, pese a que Schliemann, hace más de un siglo, descubrió Troya a fuerza de leer a Hornero.
Es cierto que varios autores ocultistas han creído literalmente las leyendas que afirman que los templarios eran custodios del Grial. Pero no ha habido ningún estudio histórico serio que se esforzara por establecer una conexión.
A los templarios se les considera un hecho histórico; al Grial, como una tabulación; y no se reconoce la posibili¬dad de que exista relación. Y si, los historiadores del período en que se escribieron no presta¬ron atención a los romances sobre el Grial, no hay que extrañarse al ver que tampoco han hecho caso de ellos los expertos en épocas ante¬riores: a un especialista en la época merovingia no se le ocurriría sospechar que los romances sobre el Grial podrían arrojar luz sobre el tema que él estudia. Pero ¿acaso no es una omisión grave que ninguno de los estudiosos de los merovingios mencione las leyendas sobre el rey Arturo, las cuales, cronológicamente, se refieren a la misma época?
Si los historiadores no están dispuestos a establecer estas conexio¬nes, aún menos lo están los estudiosos de la Biblia. Durante los últimos decenios se han escrito muchos libros según los cuales Jesús era un pacifista, un esenio, un místico, un budista, un brujo, un revolucionario, un homosexual e incluso una seta. Pero ni un solo autor, que nosotros sepamos, se ha ocupado de la cuestión del Grial. ¿Por qué iba un experto en historia bíblica a mostrar interés por poemas románticos y fantás¬ticos compuestos más de mil años después? Parece inconcebible que los romances sobre el Grial puedan dilucidar los misterios del Nuevo Testamento.
Pero la realidad, la historia y el conocimiento no pueden dividirse en segmentos de acuerdo con el arbitrario sistema de archivo del intelecto humano. Y, si bien las pruebas documentales pueden ser difíciles de encontrar, es evidente que las tradicio¬nes pueden sobrevivir y aparecer luego en una forma escrita que contribuya a iluminar acontecimientos anterio¬res. Ciertas sagas irlandesas pueden revelar muchas co¬sas sobre la transición de la sociedad matriarcal a la patriarcal. Sin la obra de Hornero, escrita mucho después del hecho, nadie hubiese oído hablar de Troya. Y Guerra y paz puede decirnos más que la mayoría de los libros de historia sobre Rusia en la era napoleónica.
Lo que se necesita es un enfoque interdisciplinario.
Para finalizar, no basta con limitarse a los hechos. Hay que discernir las repercusiones y ramificaciones de los hechos, bajo la forma de mitos y leyendas. Es cierto que ello puede tergi¬versar los hechos. Pero si es imposible localizar la voz que lo produce, el eco puede indicarnos el camino.
Nuestra hipótesis
Magdalena había figurado en todas nues¬tras indagaciones. Según leyendas medievales, Magdalena llevó el Santo Grial —«sangre real»— a Francia.
El Grial está relacionado con Jesús. Y el Grial, al menos a un nivel, tiene que ver con la sangre o con una estirpe y un linaje. Sin embargo, los romances sobre el Grial transcu¬rren en su mayor parte en tiempos de los merovingios. Pero no fueron compuestos hasta después de que Godofredo —vastago ficticio de la familia del Grial y vastago real de los merovingios— se instalase como rey de Jerusalén en todos los sentidos salvo en el nombre.
Quizá Magdalena era en realidad la esposa de Jesús. Quizá su unión pro¬dujo vastagos. Después de la crucifixión Magdalena, con un niño como mínimo, fue llevada clandestinamente a Galia, donde ya existían comunidades judías.
Resumiendo, quizás había una estirpe hereditaria que descendía de Jesús. Quizás esta estirpe, se perpetuó luego, intacta y de incógnito, durante unos 400 años, lo cual, no es mucho tiempo para un linaje impor¬tante. Tal vez hubo matrimonios dinásticos, no sólo con miembros de otras familias judías, sino también con romanos y visigodos. Y quizás en el siglo v el linaje de Jesús se alió con el linaje real de los francos, engendrando la dinastía merovingia.
Si esta hipótesis era cierta, serviría para explicar la categoría concedida a Magdalena y el signifi¬cado de culto que adquirió durante las cruzadas.
Explicaría la condi¬ción sagrada atribuida a los merovingios.
Explicaría el nacimiento le¬gendario de Meroveo, hijo de dos padres, uno de ellos una simbólica criatura marina procedente del mar que, al igual que Jesús, podía equipararse al pez místico.
Explicaría el pacto entre la Iglesia y la estirpe de Clodoveo, ¿acaso un pacto con los descendientes de Jesús no sería un pacto obvio para una Iglesia fundada en su nombre?
Explicaría la importan¬cia que se concedía al asesinato de Dagoberto II, pues la Iglesia sería culpable.
Explicaría el intento de borrar a Dagoberto de la historia.
Explicaría la obsesión de los carolingios por legitimarse, como Sacros Emperadores Romanos, basándose en una genealogía merovingia.
Una estirpe descendiente de Jesús a través de Dagoberto explicaría la familia del Grial que sale en los romances: el secreto que la envuelve, su categoría exaltada, el impotente Rey Pescador incapaz de gobernar, el proceso en virtud del cual Parzival o Perceval se convirtió en heredero del castillo del Grial.
Finalmente, explicaría la genealogía mística de Godofredo, nieto o bisnieto de Parzival, vastago de la familia del Grial. Y si Godofredo descendía de Jesús, su conquista triunfal de Jerusalén en 1099 entrañaría mucho más que un simple arrebatarles el Santo Se¬pulcro a los infieles. Godofredo habría recuperado su legí¬timo patrimonio.
Ya habíamos adivinado que las referencias a la viticultura simbolizaban alian¬zas dinásticas. Basándonos en nuestra hipótesis, la viticultura ahora nos parecía simbolizar el proceso por medio del cual Jesús —que se identifica a sí mismo como la vid— perpetuó su linaje. Como si se tratara de una confirmación, descubrimos una puerta de madera tallada que mostraba a Jesús como un racimo de uvas. Esta puerta se hallaba en Sion, Suiza.
Por atractivo que resul¬tase, se apoyaba en unos cimientos endebles. Si bien explicaba muchas co¬sas, todavía no se sostenía. Aún había demasiados cabos suel-tos. Antes de que pudiéramos tomárnoslo en serio tendríamos que determinar si había alguna prueba real. Tratando de encontrar tal prueba, empezamos a explorar los evangelios.
12
El rey-sacerdote que jamás gobernó
La mayoría de la gente habla del «cristianismo» como si fuera una cosa única y específica, una entidad coherente, homogénea y unifi¬cada.
Como sabe todo el mundo, hay numerosas formas de «cristianismo»: el romano, por ejemplo, o la Iglesia de Inglaterra. Tenemos las otras denominaciones del protestantismo: desde el luteranismo y el calvinismo hasta el unitarianismo. Existen numerosas congregaciones «marginales» o «evangélicas» como los Adventistas del Séptimo Día y los Testigos de Jehová. Y existe también un gran surtido de sectas y cultos contemporáneos. Si examinamos este espectro de creencias, es difícil determinar qué es lo que constituye «cristianismo».
Si existe un factor único que vincula a diversos credos «cristianos», es el Nuevo Testa¬mento y la categoría singular que atribuye a Jesús, así como a su crucifixión y a su resurrec¬ción. Incluso en el supuesto de que una persona no suscriba la verdad literal o histórica, la aceptación de su signifi¬cado simbólico suele ser suficiente para que se la considere como cris-tiana.
Por tanto, esta unidad reside en el Nuevo Testamento y en las crónicas sobre la vida de Jesús que reciben el título de los cuatro evangelios. Estas crónicas son consideradas como las más autorizadas que se conocen: y para muchos cristianos son a la vez coherentes e irrebatibles.
Desde la infancia se nos enseña a creer que la «historia» de Jesús es, si no inspirada por Dios, cuando menos sí definitiva. Los cuatro evangelistas, supuestos autores de los evange¬lios, son considerados como testigos indiscutibles. Entre las perso¬nas que hoy día se dicen cristianas, hay pocas que sean conscientes de que los cuatro evangelios no sólo se contradicen unos a otros, sino que, a veces, discrepan.
En lo que se refiere a la tradición popular, el origen y el nacimiento de Jesús son conocidos. Pero, en realidad, los evangelios son imprecisos. Sólo dos de los evangelios —Mateo y Lucas— dicen algo sobre el nacimiento de Jesús; y discrepan uno del otro.
Según Mateo, Jesús era un aristócrata, si no un rey legítimo que descendía de David a través de Salomón. Según Lucas, la familia de Jesús, si bien era descendiente de la casa de David, pertenecía a un linaje menos alto; y la leyenda del «pobre carpintero» nació de la crónica de Marcos. En resumen, las dos genealogías discrepan de modo tan palpa¬ble que cabría suponer que se refieren a dos individuos distintos.
Las discrepancias entre los evangelios no se limitan a la genealogía de Jesús. Según Lucas, Jesús, al nacer, fue visitado por pastores. Según Mateo, eran reyes. Según Lucas, la familia de Jesús vivía en Nazaret. Desde allí, viajó a Belén —a causa de un censo que la historia sugiere que jamás tuvo efecto—, donde Jesús nació en un pesebre. Sin embargo, según Mateo, la familia de Jesús gozaba de una posición bastante buena y siempre había vivido en Belén, y Jesús nació en una casa. En la versión de Mateo la persecución de los inocen¬tes por Herodes obliga a la familia a huir a Egipto y hasta su regreso no se establece en Nazaret.
La información que da cada una de estas crónicas es espe¬cífica. Y, sin embargo, la información no concuerda. Es imposible racionalizar esta conclusión. Las dos na-rraciones conflictivas no pueden ser correctas y no hay manera de hacerlas compatibles. Quiera reconocerse o no, es innegable que uno de los dos evangelios (o los dos) está equivocado. ¿Cómo pueden ser irrefutables si se refutan entre sí?
Cuanto más se estudian los evangelios, más visibles son las contra¬dicciones entre ellos. A decir verdad, ni siquiera coinciden en el día de la crucifixión.
Según Juan, tuvo lugar un día antes de la pascua de los hebreos. Según Marcos, Lucas y Mateo, tuvo efecto el día después de la citada festivi¬dad.
Tampoco están de acuerdo los evangelios sobre la personalidad y el carácter de Jesús. Cada uno describe una figura que discrepa de la que presentan los otros: un salvador humilde como un cordero en Lucas; un soberano poderoso en Mateo, que no ha venido «para traer paz, sino espada».
Y hay más discrepancias en lo que se refiere a las últimas palabras de Jesús en la cruz. En Mateo y Marcos estas palabras son: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?». En Lucas son: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu». Y en Juan: «Consumado es».
Dadas estas discrepancias, los evangelios sólo pueden aceptarse como una autoridad discutible y no defini¬tiva. No representan la palabra perfecta de ningún dios; o las palabras de Dios han sido muy censuradas, modificadas y reescritas por manos humanas.
La Biblia es una selección de palabras, un tanto arbitraria. De hecho, podría incluir muchos más libros de los que incluye. Y no se trata de que los libros que faltan se hayan «perdido». Al contrario, fueron excluidos.
En 367 d. de C. el obispo Atanasio de Alejandría recopiló una lista de obras que debían incluirse en el Nuevo Testamento. Esta lista fue ratificada en 393 y de nuevo por el concilio de Cartago cuatro años más tarde. Ciertas obras fueron reunidas para formar el Nuevo Testamento tal como lo conocemos hoy y otras fueron desdeñadas. ¿Cómo puede considerarse como defini¬tivo semejante proceso de selección? ¿Cómo podía un cónclave de clérigos decidir que ciertos libros «eran propios» de la Biblia?
Asimismo, la Biblia no es sólo fruto de un proceso arbitrario de selección. También ha sido some¬tida a censuras y revisiones drásticas.
En 1958, Morton Smith descubrió, en un monasterio cercano a Jerusalén, una carta que contenía un fragmento desaparecido del evangelio de Marcos. El fragmento no se había perdido. Al contrario, había sido suprimido deliberadamente... por el obispo Clemente de Alejandría.
Según parece, Clemente había recibido una carta de un tal Teo¬doro quejándose de una secta gnóstica, los carpocracianos. Al parecer, éstos interpretaban ciertos pasajes del evangelio de Marcos de acuerdo con sus propíos principios, los cuales no coincidían con la postura de Clemente y Teodoro.
En efecto, lo que dice Clemente no es otra cosa que: «Si da la casualidad de que tu oponente dice la verdad, debes negarla y mentir con el objeto de refutarlo». Pero eso no es todo. Clemente pasa a comentar el evangelio de Marcos y el «mal uso» que a su juicio hacen de él los carpocracianos:
Marcos, pues, durante la estancia de Pedro en Roma, escribió los hechos del Señor, no, sin em¬bargo, declarando todos, ni tampoco insinuando los [hechos] secretos, sino seleccionando aquellos que él juzgaba más útiles para incrementar la fe de aquellos a los que se estaba instruyendo. Pero cuando Pedro murió como mártir, Marcos vino a Alejandría, tra¬yendo tanto sus propias notas como las de Pedro, de las que transfi¬rió a su antiguo libro las cosas idóneas para lo que contribuya al progreso hacia el conocimiento [gnosis]. [Así] compuso un evange¬lio más espiritual para uso de aquellos a los que se estaba perfeccio-nando. Sin embargo, todavía no divulgó las cosas que no debían expresarse, ni escribió la enseñanza hierofántica del Señor, sino que a las historias ya escritas añadió otras más y, asimismo, intro¬dujo dichos de cuya interpretación él sabía que conduciría a los oyentes hacia el santuario más recóndito de esa verdad oculta por siete [velos]. Así, en suma, preparó las cosas de antemano, y al morir dejó su composición a la Iglesia de Alejandría, donde incluso ahora se guarda con el mayor cuidado, siendo leída solamente a aquellos a los que se está iniciando en los grandes mis¬terios.
Pero, como los demonios inmundos están siempre inventando la destrucción para la raza de los hombres, Carpócrates, valiéndose de artes engañosas, esclavizó a cierto presbítero de la Iglesia de Alejandría que obtuvo de él una copia del evangelio secreto, la cual interpretó de acuerdo con su doctrina blasfema y carnal y, además, ensució, mezclando con las palabras inmaculadas y santas mentiras desvergon¬zadas.
Clemente reconoce que existe un evangelio secreto y auténtico de Marcos. Seguidamente, instruye a Teodoro:
Ante ellos [los carpocracianos] uno no debe ceder jamás, ni cuando proponen sus falsificaciones, debe uno conceder que el evangelio secreto es de Marcos, sino que incluso debe negarlo sobre un juramento. Pues «no todas las [cosas] verdaderas deben decirse a todos los hombres».
¿Cuál era este «evangelio secreto» que los carpocracianos estaban «interpretando mal»? Clemente responde:
A vosotros, por tanto, no vacilaré en responder a las [pregun¬tas], refutando las falsificaciones por las mismas palabras del evangelio. Por ejemplo, después de «Y estaban en el camino que subía a Jerusalén» y lo que sigue, hasta «Después de tres días resucitará» [el evangelio secreto] trae palabra por palabra:
Cierta mujer, cuyo hermano había muerto, estaba allí. Y se postró ante Jesús y le dice: "Hijo de David, ten piedad de mí". Mas los discípulos la regaña¬ron. Y Jesús, enojándose, se marchó con ella al jardín donde estaba la tumba y en seguida de la tumba surgió un gran grito. Y, acercán¬dose, Jesús apartó la piedra de la puerta de la tumba. Y en seguida, entrando en el lugar donde estaba el joven, extendió la mano y lo levantó, cogiéndole la mano. Pero el joven, alzando los ojos hacia él, le amó y comenzó a rogarle diciéndole que quería estar con él. Y, saliendo de la tumba, entraron en la casa del joven, pues era rico. Y después de seis días, Jesús le dijo lo que debía hacer y por la noche el joven se acerca a él, llevando un paño de lino sobre [el cuerpo] desnudo. Y se quedó con él aquella noche, pues Jesús le enseñó el misterio del reino de Dios. Y levantándose de allí, re¬gresó al otro lado del Jordán.»
Este episodio no aparece en ninguna de las versiones del evangelio de Marcos. Sin embargo, en líneas generales es conocido. Se trata de la resurrección de Lázaro, la cual se describe en el cuarto evangelio, que se atribuye a Juan. No obstante, en la versión citada hay algunas variaciones.
En primer lugar hay un «gran grito» que surge de la tumba. Esto induce a pensar que el ocupante no estaba muerto y borra todo elemento milagroso.
En segundo lugar, está claro que el episodio lleva aparejado algo más. Ciertamente, el pasaje atestigua la existencia de alguna relación especial. Tal vez un lector moderno estaría tentado de ver una insinuación de homosexua¬lidad. Es posible que los carpocracianos —secta que aspiraba a trascen¬der los sentidos mediante la saciedad de los mismos— discernieran semejante insinuación. Pero, de hecho es mucho más probable que todo el episodio se refiera a una típica iniciación en una escuela mistérica, una muerte y un rena¬cimiento ritualizados y simbólicos que tanto predominaban en Oriente Medio.
En todo caso, el episodio citado no aparece en ninguna versión aceptada de Marcos. A decir verdad, las únicas referencias a Lázaro o a una figura parecida que hay en el Nuevo Testamento se encuentran en el evangelio atri¬buido a Juan. Así pues, está claro que el consejo de Clemente fue aceptado. Ocurrió que el episodio de Lá¬zaro fue suprimido del evangelio de Marcos.
Si el evangelio de Marcos fue expurgado de modo tan drástico, también fue cargado con añadiduras. En su versión original termina sepulcro vacío. No hay ninguna resurrección. Hay ciertas Biblias modernas que sí contienen un final más convencional que incluye la resurrección. Pero los eruditos bíblicos están de acuerdo en que este final ampliado es una añadidura posterior.
El evangelio de Marcos proporciona dos ejemplos de un documento sagrado —supuestamente inspirado por Dios— que ha sido manipulado, modificado, censurado por manos humanas. Y estos dos casos no son especulativos. ¿Es posible suponer que el evangelio de Marcos fue el único que sufrió alteracio¬nes?
A efectos de nuestra investigación, no podíamos aceptar los evangelios como autoridad irrefutable, pero tampoco podíamos desecharlos. Sin duda proporcionaban algunas pistas sobre lo que había ocurrido. En vista de ello, decidimos analizarlos, separar lo real de lo fabuloso. Y tuvimos que familiarizarnos con la realidad histórica y las circunstan¬cias de Tierra Santa al producirse el advenimiento de la era cristiana.
Palestina en tiempos de Jesús
En el siglo I Palestina era un rincón muy turbulento. Tierra Santa había sido escenario de riñas dinás¬ticas, luchas encarnizadas y de guerra a gran escala.
Durante el siglo II a. de C. se fundó un reino judaico más o menos unificado, tal como registran los dos libros apócrifos de los Macabeos. En 63 a. de C. el país volvía a estar revuelto y maduro para ser conquistado por alguien.
Más de medio siglo antes del nacimiento de Jesús, Palestina cayó en poder de Pompeyo y se impuso el gobierno de los romanos. Pero Roma tenía un imperio demasiado extenso y estaba demasiado preocupada por sus propios asuntos para instalar el aparato administrativo necesario. A causa de ello, creó un linaje de reyes marionetas que gobernarían bajo la égida romana. Este linaje era el de los herodianos, que no eran judíos, sino árabes.
El primero fue Antipater, que subió al trono de Palestina en 63 a. de C. Al morir en 37 a. de C. le sucedió su hijo Herodes el Grande, que gobernó hasta 4 a. de C. Hay que imaginarse un pueblo conquistado, gobernados poc un régimen ma¬rioneta que se mantenía gracias a la fuerza militar. A los habitantes del país se les permitía conservar sus propias costumbres y religión. Pero la autoridad definitiva era Roma.
En el año 6 de la era cristiana la situación se hizo más crítica, ya que el país se escindió en una provincia y dos tetrarquías. Herodes Antipas pasó a ser el gobernante de Galilea. Pero Judea —capital espiritual y secular— quedó sujeta al gobierno directo de los romanos y era administrada por un procurador romano que tenía su base en Cesárea.
El régimen ro¬mano era brutal y autocrático. Cuando asumió el control directo de Judea más de tres mil rebeldes fueron crucificados. El templo fue saqueado y mancillado. Se cobraron fuertes impuestos. La tortura se utilizaba con frecuencia y gran número de habitantes del país se suicidaron. Este estado no mejoró con Poncio Pilato, que presidió de 26 a 36 d. de C.
En contraste con los retratos bíblicos de Pilato, los testimonios indican que era un hombre cruel y corrompido. Por tanto, resulta sorprendente que en los evangelios no se encuentre ninguna crítica de Roma. De hecho, las crónicas de los evangelios sugieren que los habitantes de Judea eran personas plácidas que estaban satisfechas de su suerte.
Los judíos que vivían en Tierra Santa se dividían en varias sectas y subsectas. Estaban los saduceos, reducida pero acaudalada clase terrateniente que con los romanos; los fariseos, grupo progresista que introdujo muchas reformas en el judaismo y que, a pesar del retrato que de ellos hacen los evangelios, se opusieron, aunque de forma pasiva, a Roma; los esenios, secta austera, de orientación mística, cuyas enseñanzas predominaban e in¬fluían mucho más de lo que se reconoce.
Entre las sectas y subsectas más pequeñas había muchas cuyo carácter preciso se perdió hace mucho tiempo. No obstante, merece la pena citar a los nazaritas, secta a la que Sansón había pertenecido y que aún existía en tiempos de Jesús. Y también a los nazareos o nazarenos, término que se aplicaba a Jesús. De hecho, la versión original griega del Nuevo Testamento llama a Jesús «Jesús el naza¬reno», que se traduce mal por «Jesús de Nazaret». «Nazareno», en resumen, es una palabra sectaria y no tiene nada que ver con Nazaret.
Había también muchos más grupos y sectas, uno de los cuales demostró tener una importancia especial. En el año 6 de nuestra era, cuando Roma asumió el control de Judea, un rabino fariseo llamado Judas de Galilea había creado un grupo revolucionario muy fanático integrado, al parecer, tanto por fariseos como por esenios. A los miembros se les dio el nombre de «zelotes». En tiempos de Jesús los zelotes de¬sempeñaban ya un papel muy destacado. Sus actividades formaron quizás el telón de fondo político más importante del drama de Jesús.
Mucho tiempo después de la crucifi¬xión, la actividad de los zelotes continuaba. En 44 d. de C. esta actividad se había intensificado. En 66 d. de C. la totalidad de Judea protagonizó una revuelta organizada contra Roma. Fue un conflicto desesperado, tenaz pero fútil. Sólo en Cesárea 20.000 judíos perecieron a manos de los romanos. En el plazo de cuatro años las legiones romanas ocuparon Jerusalén, arrasando la ciudad y saquean¬do el templo. A pesar de ello, la fortaleza de Masada resistió durante tres años más, bajo el mando de un descendiente por línea directa de Judas de Galilea.
Las secuelas de la revuelta de Judea fueron, entre otras, un éxodo masivo de judíos de Tierra Santa. Sin embargo, quedaron los suficien¬tes para fomentar otra rebelión en 132 d. de C. Por fin, en 135, el emperador Adriano decretó que todos los judíos fuesen expulsados de Judea, y Jerusalén se convirtió en una ciudad romana. Fue rebautizada con el nombre de Aelia Capitolina.
La vida de Jesús abarcó los primeros 35 años del turbulento período que duró 140. La turbulencia no acabó al morir Jesús, sino que se prolongó durante otro siglo. Y engen¬dró los aditamentos psicológicos y culturales que acompañan a semejantes actos de desafio sostenido contra el opresor. Uno de tales aditamentos era la esperanza de que llegara un mesías que liberase a su pueblo del tirano. Si el término «mesías» fue aplicado a Jesús, fue a causa de un accidente histórico y semántico.
Los contemporáneos de Jesús jamás habrían considerado a un me¬sías como divino. A decir verdad, la idea misma de un mesías divino hubiese sido absurda. La palabra griega que significa «mesías» es «Cristo» o «Cristos». El término —en hebreo o griego— significaba «el ungido» y se refería a un rey. Así, David, al ser ungido rey se convirtió en un «mesías» o «Cristo». Y todos los reyes subsiguientes de la casa de David serían designados con el mismo título. Incluso durante la ocupación de Judea por los romanos al sumo sacerdote, que era nombrado por los romanos, se le llamaba el «mesías sacerdote» o el «Cristo sacerdote».
Sin embargo, para los zelotes, así como para otros enemigos de Roma, este sacerdote marioneta era un «falso me¬sías». Para ellos un «verdadero mesías» era el legítimo roi perdu o «rey perdido», el descendiente desconocido de la casa de David que liberaría a su pueblo de la tiranía romana.
Durante la vida de Jesús la anticipación de la llegada de tal mesías alcanzó una intensidad que lindaba con la histeria. Y esta anticipación continuó después de la muerte de Jesús. De hecho, la revuelta de 66 d. de C. fue propiciada por la agitación de los zelotes en nombre de un mesías cuyo advenimiento era inminente.
Así, el término «mesías» no entrañaba nada divino. Definido con rigor, significaba un rey ungido; y en la mente del pueblo llegó a significar un rey ungido que sería también un liberador. Dicho de otro modo, era un término con connotaciones políticas. Fue este término mundanal y político el que se aplicó a Jesús. Le llamaban «Jesús el Mesías» o —traducido al griego— «Jesús el Cristo». Sólo más tarde se contrajo esta designa¬ción en «Jesucristo», con lo que un título funcional se transformó en un nombre propio.
La historia de los evangelios
Los evangelios nacieron de una realidad histórica concreta. Era una realidad inundada de esperanzas y de sueños, de que aparecería un rey legítimo, un líder espiritual y secular que conduciría a su pueblo hacia la libertad. En lo que se refería a la libertad política, estas aspiraciones fueron extinguidas por la guerra devastadora de 66 a 74 d. de C. Sin embargo, estas aspiraciones, transpuestas en una forma religiosa, no sólo fueron perpetuadas por los evangelios, sino que recibieron un nuevo ímpetu.
Los eruditos modernos opinan que los evangelios no datan de la época en que Jesús estaba vivo. En su mayor parte datan del período entre las dos principales revueltas de Judea —66 a 74 y 132 a 135—, aunque es casi seguro que se basan en crónicas anteriores. Puede que éstas incluyeran documentos escritos que se perdieron, pues hubo una destrucción generalizada de testimonios a raíz de la primera rebelión. Pero, ciertamente, existirían también tradiciones orales. No cabe duda de que algunas de ellas serían muy tergiversadas. Otras, sin embargo, tal vez procedían de individuos que vivieron en tiempos de Jesús y que incluso le conocieron.
Por regla general, se cree que el más antiguo de los evangelios es el de Marcos, redactado durante la revuelta de 66-74 o poco después, exceptuando la resurrección, que es una añadi¬dura posterior. Aunque no fue uno de los discípulos origina¬les de Jesús, parece que Marcos procedía de Jerusalén y que fue compañero de san Pablo; y su pensamiento muestra el sello del pensamiento paulino.
Pero si Marcos era nativo de Jerusalén, su evangelio —como afirma Clemente— fue escrito en Roma e iba dirigido a un público grecorromano. Esto explica muchas cosas. En la época en que se escribió el evangelio de Marcos, Judea se hallaba en rebelión, o lo había estado reciente¬mente, y miles de judíos morían crucificados por rebelarse contra el régimen romano. Si Marcos deseaba que su evangelio causase impresión en un público romano, no podía pre¬sentar a Jesús como antirromano. De hecho, no podía presentar a Jesús como un ser politizado. Marcos estaba obligado a exonerar a los romanos de toda culpa por la muerte de Jesús y echarles a ciertos judíos la culpa. Este ardid no lo adoptaron únicamente los autores de los demás evangelios, sino también la primitiva Iglesia cristiana. Sin un ardid como éste, ni los evangelios ni la Iglesia hubieran sobrevivido.
Los eruditos datan el evangelio de Lucas en 80 d. de C. Al parecer, Lucas era un médico griego que escribió su obra para un funcionario romano de alto rango en Cesárea, la capital romana de Palestina. Por consiguiente, también Lucas tuvo que apaciguar a los romanos y cargarles la culpa a otros. Cuando se escribió el evangelio de Mateo —85 d. de C.— esa transferen¬cia de culpabilidad ya había sido aceptada, al parecer, sin que nadie pusiera objeción. De hecho, más de la mitad del evangelio de Mateo se deriva del de Marcos, aunque fue redactado en griego y refleja características griegas. Da la impresión de que el autor fue un judío, posible¬mente un refugiado de Palestina. No hay que confundirlo con el discípulo Mateo, el cual vivió mucho antes.
Los evangelios de Marcos, Lucas y Mateo reciben el nombre de «evangelios sinópticos», lo que da a entender que ven las cosas «con los mismos ojos» o «con un solo ojo», cosa que no es cierta. A pesar de ello, existen entre ellos suficientes coincidencias como para deducir que procedieron de una sola fuente común, que podía ser una tradición oral u otro documento que luego se perdió. Esto los distingue del evangelio de Juan, que deja entrever unos oríge¬nes distintos.
Del autor del cuarto evangelio no se sabe nada. A decir verdad, no hay nada que induzca a pensar que se llamaba Juan. Con la excepción de Juan el Bautista, el nombre de «Juan» no es mencionado en ninguna parte del evangelio y el hecho de que éste se atribuya a un hombre llamado así es una tradición posterior.
El cuarto evangelio es el más reciente y fue redactado alrededor de 100 d. de C, en las proximidades de la ciudad griega de Éfeso. Tiene varios rasgos distintivos. No hay ninguna escena de la natividad y ninguna descripción del nacimiento de Jesús; a su vez, el comienzo es de carácter casi gnóstico.
La naturaleza del texto es más mística y el contenido también es diferente. Los demás evangelios se concentran en las actividades de Jesús en Galilea y reflejan lo que parece ser un conocimiento de los hechos acaecidos en Judea y en Jerusalén, incluyendo la crucifixión. En contraste, el cuarto evan¬gelio dice poco sobre Galilea. Se ocupa de lo que ocurrió en Judea y Jerusalén en las postrimerías de la vida de Jesús, y es posible que, en esencia, su crónica de la crucifi¬xión se apoye en el testimonio de algún testigo presencial.
También contiene cierto número de episodios e incidentes que no figuran en los otros evangelios: las bodas de Cana, el papel de Nicodemo y de José de Arimatea y la resurrección de Lázaro (aunque esto último estuvo incluido durante un tiempo en el evangelio de Marcos). Basán¬dose en estos factores, los eruditos modernos han apuntado que el evangelio de Juan, pese a que fue redactado más tarde, bien puede ser el más históricamente exacto.
Más que los otros evangelios, parece inspirarse en tradiciones que corrían entre los coe¬táneos de Jesús, así como en otro material del que no dispusieron Marcos, Lucas ni Mateo.
Un investigador señala que «El evangelio de Juan parece conocer una tradición relativa a Jesús que debe de ser primitiva y auténtica».
El estado civil de Jesús
No era nuestra intención desacreditar los evangelios. Lo único que pretendíamos era analizarlos. Por otra parte, buscábamos fragmentos que pudieran atestiguar el matrimonio entre Jesús y «la Magdalena». Estos testimonios no serían explícitos. Nos dimos cuenta de que tendríamos que leer entre líneas, explicar determinadas cesuras y elipsis. Por consiguiente, nuestras pesquisas tendrían que abarcar cuestiones distintas pero relacionadas. Empezamos por la más obvia de ellas.
1) ¿Hay en los evangelios algún dato que haga pensar que Jesús estuvo casado?
No hay ninguna declaración de que lo estuviese. Por otro lado, tampoco la hay de que no lo estu¬viese. Y esto es a la vez más curioso de lo que pueda. Tal como señala Geza Vermes, «Hay en los evangelios un silencio total en lo que se refiere al estado civil de Jesús. Semejante estado de cosas es insólito en la judería antigua como para propiciar nue¬vas investigaciones».
Los evangelios afirman que muchos de los discípulos estaban casados. Y Jesús en ninguna parte aboga por el celibato. Al contrario, en el evangelio de Mateo declara: «¿No habéis leído que el que los hizo al principio, varón y hembra los hizo...? Por esto el hombre dejará padre y madre, y se unirá a su mujer: y los dos serán una sola carne». Difícilmente pueden estas palabras ser compatibles con el celibato.
Y si Jesús no predicó el celibato, tampoco hay motivo para suponer que lo practicase. Según la costumbre judaica de la época, que un hombre se casara era casi obligatorio. Ex-ceptuando entre ciertos esenios, el celibato era condenado. Durante las postrimerías del siglo I un au¬tor judío incluso comparó el celibato con el asesinato y, al parecer, su actitud no era única. Y para un padre judío encontrar esposa para su hijo era tan obligatorio como encargarse de que éste fuera circuncidado.
Si Jesús no estaba casado, habría llamado la atención y se hubiese utilizado para identificarle. Le hubiera apartado del resto de sus contemporáneos. De haber sido así, es de esperar alguna refe¬rencia.
Si Jesús era tan célibe como afirma la tradición posterior, es extraordinario que no haya ninguna alusión a tal celibato. La falta de tal alusión sugiere que Jesús se ajustaba a los convencionalismos de su época y su cultura, sugiere que estaba casado. Sólo esto explicaría el silencio que sobre el asunto guardan los evangelios.
El argu¬mento lo resume un erudito moderno: Si hubiera insistido en su celibato, habría armado gran revuelo, una reacción que hubiese dejado algún ras¬tro. Así, el hecho de que en los evangelios no se hable del matrimonio de Jesús es un buen argumento, no contra la hipótesis de tal matrimonio, sino a favor de ella, toda vez que, en el contexto judío de la época, la práctica o la defensa del celibato voluntario habría sido tan insólita que hubiese llamado la atención y atraído muchos comentarios.
La hipótesis del matrimonio resulta más sostenible si se tiene en cuenta que en los evangelios se aplica a Jesús el título de «rabí». Desde luego, es posible que el término se utilice en su sentido más amplio, es decir, cuando significa «maestro que se ha nombrado a sí mismo». Pero la cultura de Jesús —su alarde de conocimientos ante los ancianos del templo, por ejemplo— es un buen indicio de que era algo más que un maestro que se hubiera nombrado a sí mismo. Induce a pensar que se sometió a algún tipo de preparación rabínica oficial y que era reconocido como rabí. Pero, si Jesús era un rabí, su matrimonio hubiera sido virtualmente cierto. La ley misnaica de los judíos es explícita: «Un hombre soltero no puede ser maestro».
En el cuarto evangelio hay un episodio relacionado con un matri¬monio que puede ser el de Jesús. Este episodio es el de las bodas de Cana. A juzgar por la crónica, fueron una ceremonia local y modesta, una típica boda de pueblo cuyos novio y novia permanecen en el anoni¬mato. A estas bodas Jesús es «llamado» específicamente, lo que es un tanto curioso, porque aún no ha iniciado su ministerio. Sin embargo, todavía es más curioso el que su madre esté presente «por casualidad».
María ordena a Jesús que llene de nuevo los odres de vino. María se com¬porta como si fuera la anfitriona: «Su madre dijo a los que servían: Haced todo lo que os dijere». Y los sirvientes se apresuran a cumplir las órdenes, como si estuvieran acostumbrados a recibirlas tanto de María como de Jesús.
María impone su voluntad y entonces Jesús lleva a cabo su primer milagro: la transmutación del agua en vino. En lo que se refiere a los evangelios, hasta ahora no ha demostrado sus poderes; y no hay razón por la cual María deba suponer siquiera que los posee. Pero aun en el caso de que la hubiere, ¿por qué unos dones tan singulares y santos se utilizarían con un fin tan banal? ¿Por qué María le haría tal petición? Y: ¿por qué dos «invitados» a una boda asumirían la responsabilidad de proporcionar el vino, responsabilidad que, de acuerdo con la costum¬bre, correspondía al anfitrión?
A no ser que las bodas de Cana fueran las de Jesús.
Hay más pruebas. Inmediatamente después del milagro, el «maes¬tresala» —mayordomo o maestro de ceremonias— cata el vino recién producido: «Cuando el maestresala probó el agua hecha vino, sin saber él de dónde era, aunque lo sabían los sirvientes que habían sacado el agua, llamó al esposo, y le dijo: Todo hombre sirve primero el buen vino, y cuando ya han bebido mucho, entonces el inferior; pero tú has reservado el buen vino hasta ahora». Estas palabras van dirigidas a Jesús. Sin embargo, según el evangelio, van dirigidas al «esposo». Una conclusión obvia es que Jesús y el «esposo» son la misma persona.
La esposa de Jesús
2) Suponiendo que Jesús estuviera casado, ¿hay en los evangelios algún indicio sobre su esposa?
Diríase que hay dos candidatas que se mencionan repetidamente en los evangelios como integrantes del séquito de Jesús. La primera es Magdalena o María del pueblo de Migdal o Magdala, en Galilea. En los cuatro evangelios el papel de esta mujer es ambiguo y parece que haya sido oscure¬cido de forma premeditada. En las crónicas de Marcos y Mateo no se la menciona por su nombre hasta muy adelante. Cuando aparece por fin es en Judea, en el momento de la crucifixión, y se cuenta entre los seguidores de Jesús. Sin embargo, en el evangelio de Lucas aparece en un momento temprano en Galilea. Diríase que ella le acompaña de Galilea a Judea o al menos que se mueve entre las dos provincias. Esto es un buen indicio de que la mujer estaba casada con alguien. En la Palestina de la época de Jesús hubiese sido impensable que una mujer soltera viajase sin compañía y todavía más que viajara con un maestro religioso y su séquito. Así, a veces se dice que Magdalena estaba casada con uno de los discípulos de Jesús. Si este era el caso, su relación especial con Jesús les hubieran hecho sospechosos de adulterio.
A pesar de la tradición popular, en ninguna parte se dice que Magdalena fuera prostituta. Lucas nos dice que era una mujer «de la que habían salido siete demonios». Por regla general, se supone que estas palabras se refieren a alguna especie de exorcismo llevado a cabo por Jesús. Pero es posible que tales palabras se refieran a algún tipo de iniciación ritual. El culto de Istar o Astarté —Madre Diosa y «Reina del Cielo»— entrañaba una iniciación en siete etapas. Con anterioridad a su afiliación a Jesús, puede ser que Magdalena estuviese relacionada con un culto semejante.
Lucas alude a una mujer que ungió a Jesús. En el evangelio de Marcos hay un ungimiento parecido por parte de una mujer cuyo nombre no se indica. Ni Lucas ni Marcos identifican a esta mujer con Magdalena. Pero Lucas dice que se trataba de una «mujer caída», de una «pecadora». Comentaristas posteriores han supuesto que Magdalena debía de ser una pecadora. Basándose en esto, la mujer que unge a Jesús y Magdalena llegaron a ser consideradas como la misma persona. En realidad, es posible que lo fuesen. Si Magdalena tenía que ver con un culto pagano, esto la habría convertido en una «pecadora» a los ojos de Lucas y autores posteriores.
Si la Magdalena era una «pecadora», está muy claro que era tam¬bién algo más que la prostituta de la tradición. Dice Lucas que entre sus amistades se contaba la esposa de un alto dignatario de la corte de Herodes y que ambas mujeres utiliza¬ban sus recursos económicos para apoyar a Jesús. En el evangelio de Marcos se hace hincapié en que el ungüento de espicanardo que se empleó en el ritual era muy costoso.
Diríase que todo el episodio del ungimiento de Jesús fue un asunto de importancia. De no ser así, ¿por qué lo recalcarían tanto los evangelios? Dada su prominencia, parece tratarse de algo más que de un gesto espontáneo. Da la impresión de ser un rito preme¬ditado. Hay que tener presente que el ungimiento era la prerrogativa tradicional de los reyes: y del «Mesías legítimo», del «ungido». De esto se desprende que Jesús se convierte en un mesías auténtico en virtud de su ungimiento. Y la mujer que le consa¬gra no puede ser insignificante.
En todo caso, Magdalena, hacia el final del ministerio de Jesús, se ha transformado en una figura de importancia. En los tres evangelios sinópticos su nombre encabeza las listas de mujeres que siguieron a Jesús, del mismo modo que Pedro encabeza las listas de discípulos. Y Magdalena fue la primera persona que vio el sepulcro vacío después de la crucifixión. Entre todos sus devotos, fue a Magdalena a quien eligió Jesús para revelarle su resurrección.
A lo largo de todos los evangelios Jesús trata a Magdalena de un modo preferente. Bien puede ser que tal tratamiento despertase celos en los demás discípulos.
Parece obvio que las tradiciones posteriores procurarían pintar de negro los anteceden¬tes de Magdalena. Retratarla como una prostituta pudo ser la venganza de unos seguidores de Jesús que veían con malos ojos que la relación de Magdalena con Jesús fuese más estrecha. Si otros «cristia¬nos», en vida de Jesús o después, veían con malos ojos el singular vínculo que existía entre Magdalena y su líder, es posible que se intentase quitarle importancia a los ojos de la posteridad. No cabe duda de que a Magdalena se le quitó importancia de esta manera. Incluso durante la Edad Media a las casas destinadas a las prostitutas reformadas se les llamaba «Magdalenas».
Sea cual sea la categoría de Magdalena en los evangelios, no es la única candidata al puesto de esposa de Jesús. Hay otra que figura de manera prominente en el cuarto evangelio y a la que cabe identificar como María de Betania, hermana de Marta y de Lá¬zaro. Esta mujer y su familia gozan de gran familiari¬dad con Jesús. También son personas ricas que mantienen una casa en un barrio elegante de Jerusalén, una casa grande para alojar a Jesús y a todo su séquito. Lo que es más: el episodio de Lázaro revela que esta casa contiene una tumba particular, lo cual era un símbolo de categoría social y de relaciones aristocráticas. En la Jerusalén bíblica, la tierra se pagaba a muy alto precio; y sólo un grupo de personas podían permitirse tener un cementerio privado.
En el cuarto evangelio, cuando Lázaro enferma, Jesús se ha ido de Betania durante unos días y se aloja con sus discípulos a orillas del Jordán. Al enterarse de lo ocurrido, permanece dos días más donde se encuentra —lo cual es una reacción curiosa— y luego vuelve a Betania, donde Lázaro yace en la sepultura. Marta se apresura a salir a su encuentro y exclama: «Señor, si hubieses estado aquí, mi hermano no habría muerto» (Juan, 11, 21). Es una afirmación que llena de perplejidad, por qué la presencia física de Jesús hubiese impedido la muerte de Lázaro. Pero el incidente es significativo porque Marta, al recibir a Jesús, está sola. María se encuentra sentada en la casa y no sale hasta que Jesús se lo ordena. Este extremo resulta más claro en el evangelio «secreto» de Marcos que descubrió Morton Smith. En la crónica suprimida parece que María sí sale de la casa antes de que Jesús se lo ordene. Y es reñida por los discípulos, a quienes Jesús se ve obligado a silenciar.
De conformidad con la costumbre judía, estaría «sentada en shiveh», sentada de luto. Pero, ¿por qué no sale corriendo a recibir a Jesús como hace Marta? Según los principios de la ley judaica de la época, a una mujer «sentada en shiveh» le estaba prohibido salir de la casa salvo por orden de su esposo. En este incidente el com¬portamiento de Jesús y de María de Betania se ajusta al comportamiento tradicional de una pareja de esposos judíos.
Hay más indicios de un posible matrimonio entre Jesús y María de Betania en el evangelio de Lucas:
Aconteció que yendo de camino [Jesús], entró en una aldea; y una mujer llamada Marta le recibió en su casa.
Ésta tenía una hermana que se llamaba María, la cual, sentán¬dose a los pies de Jesús, oía su palabra.
Pero Marta se preocupaba con muchos quehaceres, y acercán¬dose dijo: Señor, ¿no te da cuidado que mi hermana me deje servir sola? Dile, pues, que me ayude.
Jesús le dijo: Marta, afanada y turbada estás con muchas cosas. Pero sólo una cosa es necesaria; y María ha escogido la buena parte, la cual no le será quitada. (Lucas, 10, 38-42.)
Parece que Jesús ejercía algún tipo de autoridad sobre María. En otro contexto uno no titubearía en interpretar tal respuesta como una alusión a un matrimo¬nio. En todo caso, sugiere que María de Betania era una discípula tan ávida como Magdalena.
Hay razones para pensar que Magdalena y la mujer que unge a Jesús son una misma persona. Nos preguntamos si esta per¬sona podía ser la misma que María de Betania. ¿Era posible que estas mujeres que, en los evan¬gelios, aparecen en tres contextos distintos fueran una misma persona? La Iglesia medieval opinaba que sí, y lo mismo hacía la tradición popular. Hoy muchos eruditos bíbli¬cos son de la misma opinión.
Los evangelios de Mateo, Marcos y Juan señalan que Magdalena estuvo presente en la crucifixión. Ninguno dice que María de Betania también estuviese. Pero, si María de Betania era una discípula tan devota, su ausencia, parecería negligente. ¿Es posible creer que ella —por no citar a su hermano Lázaro— dejara de presenciar el momento culmi¬nante de Jesús? Esta omisión resultaría inexplicable, a menos que los evangelios la citen bajo el nombre de Magdalena.
A Magdalena se la puede identificar con María de Betania. A Magdalena también se la puede identificar con la mujer que unge a Jesús.
Si Jesús en verdad estaba casado, diríase que había una sola candidata: una mujer que sale en los evangelios bajo nombres diferentes y desempeñando funciones distintas.
El discípulo amado
3) Si Magdalena y María de Betania son la misma mujer, y si esta mujer era la esposa de Jesús, Lázaro sería cuñado de Jesús. ¿Hay en los evangelios alguna prueba de que Lázaro gozara de tal ca¬tegoría?
Lázaro no figura bajo su nombre en los evangelios de Lucas, Mateo y Marcos, aunque su «resurrección de los muertos» for¬maba parte de la crónica de Marcos y fue suprimida. A causa de ello, si Lázaro ha pasado a la posteridad, ha sido gracias al cuarto evangelio. Pero acabamos de ver que disfruta de alguna especie de trato prefe¬rente. En este sentido, diríase que estaba más allegado a Jesús que los discípulos. Y, pese a ello, los evangelios ni siquiera le cuentan entre sus discípulos.
A diferencia de los discípulos, Lázaro llega a ser amenazado. Según el cuarto evangelio, los sacerdotes principales, al decidir eliminar a Jesús, decidieron matar también a Lázaro (Juan, 12, 10). Al parecer, Lázaro llevó a cabo algunas actividades en nombre de Jesús. En teoría, esto debiera haberle hecho digno del título de discípulo y, a pesar de ello, no aparece como tal. Tampoco se dice que estuviera pre¬sente en la crucifixión, lo que es una muestra de ingratitud. Es verdad que tal vez se escondió a causa de la amenaza que pesaba sobre él. Pero resulta curioso que no haya más alusiones a él en los evangelios. Da la impresión de haberse esfumado por com¬pleto. ¿O no es así?
Intentamos examinar el asunto. De permanecer tres meses en Betania, Jesús se retira con sus discípulos al Jordán. Un mensajero acude a él con la noticia de que Lázaro está enfermo. Pero el mensajero no cita a Lázaro por su nombre. Al contrario, presenta al enfermo como alguien que tiene una importancia especial: «Señor, he aquí que el que amas está en-fermo» (Juan, 11, 3). La reacción de Jesús es rara. En lugar de acudir con prontitud, descarta alegremente el asunto: «Esta enfermedad no es para muerte, sino para la gloria de Dios, para que el hijo de Dios sea glorificado por ella» (11, 4). Y si sus palabras resultan desconcertantes, más aún lo son sus actos: «Cuando oyó, pues, que estaba enfermo, se quedó dos días más en el lugar donde estaba» (11, 6).
Jesús se entretiene dos días más. Finalmente decide volver a Betania. Y entonces contradice su afirmación anterior comunicando a los discípulos que Lázaro ha muerto. Sin embargo, continúa mostrándose imperturbable. De hecho, dice que la «muerte» de Lázaro ha servido para algo y se sacará provecho de ella: «Nuestro amigo Lázaro duerme; mas voy para despertarle» (11, 11). Y cuatro versículos después reconoce que todo el asunto ha sido preparado de antemano. Si este comporta¬miento es extraño, no lo es menos la reacción de los discípulos: «Dijo entonces Tomás a sus condiscípulos: Vamos también nosotros, para que muramos con él» (11, 16). ¿Qué significa esto? Si Lázaro está literalmente muerto, ¡sin duda los discípulos no tendrán la intención de unirse a él por medio de un suicidio colectivo! ¿Y cómo explicar la despreocupación de Jesús y la demora en volver a Betania?
Diríase que la explicación reside, tal como sugiere Morton Smith, en una iniciación en una «escuela mistérica». Tal como demuestra Smith, estas iniciaciones y los rituales que las acompañaban eran cosa corriente en la Palestina de la época. Con frecuencia entrañaban una muerte y un renaci¬miento simbólicos, a los que se denominaba con tales nombres; secues¬tro en una tumba, que se convertía en un vientre para el renacimiento del acólito; un rito, al que ahora se denomina «bautismo»: una inmer¬sión simbólica en agua; y una copa de vino, a la que se identificaba con la sangre del profeta o mago que presidía la ceremonia. Bebiendo de tal copa, el discípulo consumaba una unión simbólica con su maestro, se convertía místicamente en «una persona» con el segundo. Hay un detalle que es que son estos términos los que utiliza Pablo para explicar la finalidad del bautismo. Y Jesús los emplea en la Ultima Cena.
Tal como señala Smith, la carrera de Jesús se parece mucho a la de otros magos, hacedores de prodigios y tau¬maturgos del período. En los cuatro evangelios, una y otra vez se reúne en secreto con las personas a las que se dispone a curar, o habla en voz baja y a solas con ellas. Después, a menudo les pide que no divulguen lo que han hablado. Y, en lo que se refiere al público, se expresa por medio de alegorías y parábolas.
Diríase que Lázaro, durante la estancia de Jesús a orillas del Jordán, se ha embarcado en un típico rito de iniciación, el cual, como era tradicional, conduce a una resurrección y un renaci¬miento simbólicos. Visto bajo esta luz, el deseo de los discípulos de «morir con él» se hace comprensible, como ocurre tam¬bién con la complacencia, por lo demás inexplicable, que muestra Jesús con todo el asunto.
Hay que reconocer que María y Marta parecen desconsoladas. Pero puede ser que hayan interpretado mal el propósito. O quizá todo el episodio fue una comedia representada cuya naturaleza sólo conocían unos cuantos.
Si el episodio de Lázaro refleja una iniciación ritual, salta a la vista que se le hace objeto de un trato preferente. Entre otras cosas, se le inicia antes que a cualquiera de los discípu¬los, los cuales parecen sentir envidia. Pero ¿por qué se distingue a este hombre de Betania? ¿Por qué debe pasar por una experiencia que los discípulos tanto ansian? ¿Por qué dieron tanta importancia al asunto posteriores «herejes» de orientación mística como los carpocracianos?
¿Y por qué se suprimió el episodio del evangelio de Marcos? Quizá porque Lázaro era «aquel al que Jesús amaba»... Quizá porque Lázaro tenía alguna relación especial con Jesús, por ejemplo cuñado. Quizá por ambas razones. En todo caso, una y otra vez se hace hincapié en tal amor. Cuando Jesús regresa a Betania y llora, o finge llorar, los espectadores se hacen eco de las palabras del mensajero: «Mirad cómo le amaba» (Juan, 11, 36).
El autor del evangelio de Juan —el evangelio en el que figura la historia de Lázaro— en ningún punto se identifica a sí mismo como «Juan». Sin em¬bargo, sí se refiere a sí mismo utilizando un título muy distintivo. Constantemente se llama a sí mismo «el discípulo amado», «aquel a quien Jesús amaba» y da a entender que goza de una cate¬goría preferente. En la Ultima Cena exhibe su proximidad per¬sonal a Jesús:
Y uno de sus discípulos, al cual Jesús amaba, estaba recostado al lado de Jesús. A éste, pues, hizo señas Pedro, para que preguntase quién era aquel de quien hablaba. Él entonces, recostado cerca del pecho de Jesús, le dijo: Señor, ¿quién es? Respondió Jesús: A quien yo diere el pan mojado, aquél es. Y mojando el pan, lo dio a Judas Iscariote hijo de Simón. (Juan, 13, 23-26.)
¿Quién es este «discípulo amado»? Lázaro.
Lázaro es la identi¬dad verdadera de «Juan». Según William Brownlee: «Partiendo de las pruebas internas que hay en el cuarto evangelio, la conclusión es que el discípulo amado es Lázaro de Betania».
Si Lázaro y el «discípulo amado» son una misma persona, entonces tendríamos la explicación de la misteriosa desaparición de Lázaro de la crónica bíblica y su aparente ausencia durante la crucifixión. Porque si Lázaro y el «discípulo amado» eran la misma persona, Lázaro habría estado presente en la crucifixión. Y habría sido a Lázaro a quien Jesús hubiera confiado el cuidado de su madre.
Cuando vio Jesús a su madre, y al discípulo a quien él amaba, que estaba presente, dijo a su madre: Mujer, he ahí tu hijo. Después dijo al discípulo: He ahí tu madre. Y desde aquella hora el discípulo la recibió en su casa. (Juan, 19, 26-27.)
La última palabra es reveladora. Porque los demás discípulos han dejado sus hogares en Galilea y son personas sin hogar. Lázaro tiene aquella casa en Betania, donde Jesús estaba acostumbrado a hospedarse.
Después de afirmar que los sacerdotes han decidido su muerte, el nombre de Lázaro no vuelve a mencionarse. Pero si él es el «discípulo amado», no desaparece y es posible seguir sus actividades hasta el final del cuarto evangelio. Y también aquí hay un episodio curioso. Al final del cuarto evangelio Jesús predice la muerte de Pedro y ordena a éste que le «siga»:
Volviéndose Pedro, vio que les seguía el discípulo a quien amaba Jesús, el mismo que en la cena se había recostado al lado de él, y le había dicho: Señor, ¿quién es el que te ha de entregar? Cuando Pedro le vio, dijo a Jesús: Señor, ¿y qué de éste?
Jesús le dijo: Si quiero que él quede hasta que yo venga, ¿qué a ti? Sigúeme tú. Este dicho se extendió entonces entre los hermanos, que aquel discípulo no moriría. Pero Jesús no le dijo que no moriría, sino: Si quiero que él quede hasta que yo venga, ¿qué a ti? Este es el discípulo que da testimonio de estas cosas, y escribió estas cosas; y sabemos que su testimonio es verdadero. (Juan, 21, 20-24.)
A pesar de su fraseología ambigua, la importancia de este pasaje resulta clara. El «discípulo amado» ha recibido instrucciones de esperar el regreso de Jesús. Y el texto recalca que este regreso no debe interpretarse simbólicamente en el sentido de una «segunda venida». Al contrario, supone algo mundanal: que Jesús, después de enviar a sus otros seguidores al mundo, debe regresar pronto con algún encargo especial para el «discípulo amado».
Si el «discípulo amado» es Lázaro, esta colusión, desconocida por los otros discípulos, parecería tener cierto precedente. En la semana anterior a la crucifixión, Jesús prepara su entrada triunfal en Jerusalén; y, para que tenga lugar de acuerdo con las profecías, debe cabalgar a lomos de un asno (Zacarías, 9, 9-10). Así, es necesario encontrar un asno. En el evangelio de Lucas, Jesús envía a dos discípulos a Betania, don¬de, les dice, encontrarán un asno esperándoles. Los discípulos de¬ben decirle al dueño del animal que el «maestro lo necesita». Cuan¬do todo ocurre tal como Jesús ha predicho, el hecho es considerado como un milagro. Pero ¿es extraordinario? ¿No es el testi¬monio de que los planes se trazaron con cuidado? ¿Y acaso el hombre de Betania que proporciona el asno no parece ser Lázaro?
Ciertamente, esta es la conclusión que saca Hugh Schonfield. Arguye que la preparación de la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén fue confiada a Lázaro y que los otros discípulos no sabían nada. Si tal era el caso, es señal de que existía un círculo íntimo de seguidores de Jesús; co-conspiradores o familiares que gozan de la confianza de su maestro.
Schonfield cree que Lázaro forma parte de tal círculo. Y su creencia concuerda con la insistencia de Smith en el trato que recibe Lázaro en virtud de su iniciación o muerte simbólica en Betania. Es posible que Betania fuera un centro de culto, un lugar reservado para los rituales singulares que Jesús presidía. De ser así, esto explicaría la aparición de Betania en otras partes de nuestra investigación. La Prieuré de Sion había dado el nombre de «Béthanie» a su «arco» en Rennes-le-Cháteau. Y Sauniére, según pa¬rece a petición de la Prieuré, había bautizado su villa «Villa Bethania».
En todo caso, la colusión que parece obtener un asno del «hombre de Betania» bien puede mostrarse otra vez en el misterioso final del cuarto evangelio, cuando Jesús ordena al «discípulo amado» que es¬pere su regreso. Parece que él y el «discípulo amado» tienen planes que trazar. Y no es irrazonable suponer que entre estos planes estaba el cuidado de la familia de Jesús. En la crucifixión ya había confiado su madre al «discípulo amado». Si tenía esposa e hijos, es de suponer que los confiaría también a la custodia del «discípulo amado».
Según la tradición, así como ciertos autores de la Iglesia primitiva, Lázaro, Magdalena, Marta, José de Arimatea y varias personas más fueron transportadas en barco hasta Marsella. Se supone que en dicho lugar José fue consagrado por san Felipe y enviado a Inglaterra, donde fundó una iglesia en Glastonbury. Lázaro y Magdalena se quedaron en la Galia. La tradición afirma que Magdalena murió en Aix-en-Provence o en Saint Baume, y Lázaro en Marsella después de fundar el primer obispado de dicho lugar.
Si Lázaro y el «discípulo amado» fueran la misma persona, tendría¬mos la explicación del hecho de que desaparecieran conjuntamente.
Lázaro, el «discípulo amado», desembarcó en Mar¬sella junto con su hermana, la cual, como afirma la tradición, llevaba consigo el Santo Grial, la «sangre real». Y da la impresión de que las medidas para facilitar su fuga y exilio las tomó Jesús, junto con el «discípulo amado», al final del cuarto evangelio.
La dinastía de Jesús
4) Si Jesús estaba casado con Magdalena, ¿cabe la posibilidad de que tal matrimonio tuviera algún propósito? ¿Constituiría algún tipo de alianza dinástica? En pocas palabras, una estirpe resultante de tal matrimonio, ¿justificaría el título de «sangre real»?
El evangelio de Mateo afirma que Jesús era de sangre real: un rey auténtico, heredero de Salomón y David. Si es verdad, disfrutaría de un derecho legítimo al trono de una Palestina unida. Y la inscripción que se hizo en la cruz sería mucho más que una burla sádica, pues Jesús sería el «rey de los judíos». Y, por ende, engendraría la oposición que engendró debido a esta condición: la de rey-sacerdote que tal vez unificaría a su país y al pueblo judío, con lo que representaría una amenaza tanto para Herodes como para Roma.
Ciertos eruditos bíblicos han argüido que la «matanza de inocentes» ordenada por Herodes nunca tuvo lugar. Y aun suponiendo que ocurriera, no tuvo las horribles proporciones que le atribuyeron los evangelios. Y, sin embargo, diríase que la misma perpetuación de la historia atestigua alguna alarma sincera por parte de Herodes.
Herodes era un gobernante inseguro, odiado por sus subditos y sostenido en el poder por las cohortes romanas. Pero no podía verse amenazado por rumores sobre un salvador místico o espiritual, un salvador como los que ya abundaban en Tierra Santa. Si Herodes estaba preocupado, sólo podía ser por una amenaza política real: la amenaza que representaba un hombre que poseía un derecho más legítimo al trono y que contaba con apoyo popular.
Puede que la «matanza de los inocentes» nunca tuviese lugar, pero las tradiciones reflejan cierta preocupación por parte de Herodes.
Afirmar que Jesús gozaba de tal derecho representa contradecir la imagen popular del «pobre carpintero de Nazaret». Pero hay razones para hacerlo. En primer lugar, no es seguro que Jesús fuera de Nazaret. «Jesús de Nazaret» es una mala traducción de «Jesús el nazarita» o «el nazareno» o quizá de «de Gennesaret».
En segundo lugar, existen dudas sobre si la ciudad de Nazaret existía en tiempos de Jesús. No aparece en ningún mapa o registro romano. No se menciona en el Talmud. No se men¬ciona ni se relaciona con Jesús en ninguno de los escritos de Pablo, los cuales fueron redactados antes que los evangelios. Y Flavio Josefo —el principal cronista de la época, que hizo una lista de las ciudades de la provincia— tampoco hace mención de Nazaret. Diríase que Nazaret no apareció como ciudad hasta después de 66-74 d. de C, y que el nombre de Jesús quedó asociado a la ciudad a causa de la confusión semántica —casual o deliberada—.
Tanto si Jesús era «de Nazaret» como si no, no hay ningún indicio de que fuese un «pobre carpintero». Ciertamente, nin¬guno de los evangelios lo presenta como tal. A decir verdad, los datos que proporcionan hacen pensar en lo contrario. Parece un hombre instruido. Da la impresión de estar preparado para ejer¬cer el ministerio de rabí, y de haberse relacionado con gente rica e influyente como José de Arimatea y Nicodemo. Y las bodas de Cana aportan más testimonios de la categoría y la posición social.
Estas bodas no dan la impresión de ser una fiesta humilde. Al contrario, muestran todas las señales de una unión aristocrática, al que asistieron varios centenares de invitados. Hay abun¬dancia de sirvientes, los cuales se apresuran a cumplir las órdenes de María y de Jesús. Hay un «maestresala» o «maestro de ceremonias» que sería una especie de mayordomo. Y lo más obvio es que se sirve una cantidad enorme de vino. Al «transmutar» el agua en vino, Jesús produce no menos de 600 litros.
Bien mirado, las bodas de Cana fueron una ceremonia suntuosa de la aristocracia. Aunque no fuesen las bodas de Jesús, su presencia y la de su madre inducen a pensar que pertenecían a la misma casta.
Si Jesús era un aristócrata y si estaba casado con Magdalena, es probable que ésta gozara de una condición social comparable. Tal como hemos visto, Magdalena contaba entre sus amistades a la esposa de un importante funcionario de la corte de Herodes.
Jerusalén —la Ciudad Santa y capital de Judea- al principio había sido propiedad de la tribu de Benjamín. Posterior¬mente los benjamitas fueron diezmados en su guerra contra las demás tribus de Israel y muchos de ellos se exiliaron, aunque, tal como dicen los «Prieuré», «ciertos de ellos se quedaron». Un descen¬diente de los que se quedaron era Pablo, que afirma ser benjamita.
A pesar de su conflicto con las otras tribus l, parece que la tribu de Benjamín disfrutaba de alguna categoría especial. Entre otras cosas, proporcionó a Israel su primer rey —Saúl, ungido por el profeta Samuel— y su primera casa real. Pero Saúl fue más tarde depuesto por David, de la tribu de Judá. Y David no sólo privó a los benjamitas de su derecho al trono, sino que, al instalar su capital en Jerusalén, les privó también de su patrimonio legítimo.
Según todas las crónicas del Nuevo Testamento, Jesús era del linaje de David y miembro de la tribu de Judá. A ojos de los benjamitas esto le convertiría en un usurpador. Sin embargo, una objeción de esta índole habría quedado superada de haber contraído Jesús matrimonio con una benjamita. Un matrimonio de esta clase hubiera constituido una importante alianza dinástica. No sólo habría proporcionado a Israel un poderoso rey-sacerdote, sino que habría cumplido la función simbólica de devolver Israel a sus propietarios originales y legítimos. De esta manera habría servido para estimular la unidad y el apoyo del pueblo, aparte de consolidar el derecho al trono que pudiera poseer Jesús.
En el Nuevo Testamento no se indica a qué tribu pertenecía Magdalena. Sin embargo, en las leyendas se dice que era de linaje real. Y otras tradiciones afirman que era de la tribu de Benjamín.
Jesús sería un rey sacerdote del linaje de David que poseía un derecho legítimo al trono. Consolidaría su posición mediante un matrimonio dinástico. Luego estaría en condiciones de unificar a su país, movilizar al pueblo tras él, expulsar a los opresores, deponer a su marioneta y restaurar la gloria de la monarquía tal como era bajo Salomón. Un hombre así habría sido «rey de los judíos».
La crucifixión
5) Tal como atestiguan los logros de Gandhi, un líder espiritual, si cuenta con suficiente apoyo popular, puede representar una amenaza para el régimen. Pero un hombre casado, con un derecho legítimo al trono e hijos a través de los cuales pueda establecer una dinastía es una amenaza más seria. ¿Hay en los evangelios algún indicio de que los romanos vieran semejante amenaza en Jesús?
Durante su entrevista con Jesús, Pilato le llama «rey de los judíos». Siguiendo las instrucciones de Pilato, se clava en la cruz una inscripción con dicho título. Tal como argumenta Brandon, la inscripción debe considerarse genuina. En primer lugar, figura sin ninguna variación en los cuatro evangelios. En segundo lugar, el episodio es demasiado comprometedor para ser una invención posterior.
En el evangelio de Marcos, Pilato, después de interrogar a Jesús, pregunta a los dignatarios: «¿Qué queréis que haga del que llamáis rey de los judíos?» (Marcos, 15, 12). Ésto indica que algunos judíos se refieren a Jesús como su rey. Al mismo tiempo, en los cuatro evan¬gelios Pilato también da a Jesús este título. No hay motivo para supo¬ner que lo haga en tono irónico. En el cuarto evangelio insiste en dar dicho título a Jesús, a pesar del coro de protestas. Asimismo, en los tres evangelios sinópticos, Jesús reconoce su derecho al título: «Pilato le preguntó: ¿Eres tú el rey de los judíos? Respondiendo él, le dijo: Tú lo dices» (Marcos, 15, 2). Puede que en la traducción esta respuesta resulte ambivalente. Sin embargo, en el original en griego su significado es inequívoco. «Has hablado correctamente».
Los evangelios fueron redactados durante y después de la revuelta de 66-74 d. de C, cuando el judaismo había dejado de existir como fuerza organizada de índole social, política y militar.
Los evangelios se escribieron pensando en un público grecorromano. Roma acababa de hacer una guerra encarnizada contra los judíos. Por consiguiente, era natural dar a los judíos el papel de «malos». Además, a raíz de la revuelta de Judea era imposible presentar a Jesús como una figura política, relacionada con la agitación que había desembocado en la guerra. Finalmente, era necesario «blanquear» el papel de los romanos y presentarlos de modo más simpático. Así, Pilato aparece como un hombre decente y tolerante que a regañadientes con¬siente que se lleve a cabo la crucifixión. Pero, a pesar de estas libertades, la posición de Roma es fácil de discernir.
Según los evangelios, Jesús es condenado por el sanedín —consejo de los ancianos judíos—, que luego lo conduce a Pilato y pide a éste que se pronuncie contra él. Históricamente, esto no tiene sentido.
En los tres evangelios sinópticos Jesús es condenado por un sanedrín durante la noche de la pascua. Pero la ley judaica prohibía al sanedrín reunirse durante la pascua.
En los evangelios la detención y el proceso de Jesús tienen lugar durante la noche, ante el sanedrín. La ley judaica prohibía al sanedrín reunirse de noche.
En los evangelios el sanedrín parece no estar autorizado a dictar sentencia de muerte, lo cual sería el motivo para llevar a Jesús a presencia de Pilato. Si el sanedrín hubiera deseado librarse de Jesús, le hubiera podido condenar a morir lapidado. No hubiera habido necesidad alguna de molestar a Pilato.
Los autores de los evangelios hacen muchos más intentos de qui¬tarle la culpa a Roma. Uno de ellos es el aparente ofrecimiento de una dispensa que hace Pilato, su disposición a liberar al preso que elija la multitud. Según Marcos y Mateo, esta era una «costumbre de la fiesta de la pascua». De hecho, no era nada de eso. Hoy día las autoridades en la materia están de acuerdo en que semejante política por parte de los romanos no existió jamás y que el ofrecimiento de poner en libertad a Jesús o a Barrabás es ficción.
La resistencia de Pilato y su sumisión a regañadientes a las presiones de la multitud parecen ser ficticias. En realidad, hubiese sido impensable que un procurador ro¬mano —y un procurador tan despiadado como Pilato— se inclinara ante la chusma. Por otra parte, el propósito de estas ficciones es claro: exonerar a los romanos, cargarles la culpa a los judíos.
Es posible, que no todos los judíos fuesen inocentes. Aunque temiera a un rey-sacerdote con derecho al trono, la administración romana no podía embarcarse en actos de provocación, que podían precipitar una rebelión. Ciertamente, a Roma le resultaría más conveniente que el rey-sa¬cerdote fuese traicionado por su pueblo. Es concebible que los romanos empleasen a saduceos en calidad de agentes. Pero aunque tal fuera el caso, el hecho sigue siendo que Jesús fue víctima de una ejecución romana.
Jesús no fue crucificado por haber cometido delitos contra el judaismo, sino por delitos contra el imperio.
¿Quién era Barrabás?
6) ¿Hay alguna prueba de que Jesús tuviese hijos?
No hay nada explícito. Pero se consideraba normal que los rabís tuvieran descendencia; y si Jesús era un rabí, hubiese sido insólito que no tuviera hijos. Es cierto que estos argumentos no constituyen una prueba concluyente. Pero hay pruebas de un tipo más concreto.
Barrabás, o para ser más exactos, Jesús Barrabás, pues éste es el nombre con el que se le identifica en un primitivo manuscrito del evangelio de Mateo. La coincidencia es notable.
Los eruditos modernos no están seguros de cuál es el significado de «Barrabás». Puede que «Jesús Barrabás» sea una corrupción de «Jesús Berabbi».
«Berabbi» era un título que se reservaba para los rabís más estimados, y se colocaba detrás del nombre de pila del rabí. Por consiguiente, «Jesús Berabbi» pudiera referirse a Jesús.
Otra explicación podría ser que «Jesús Barrabás» signifícase «Jesús bar Rabbi»: «Jesús, hijo del rabí». No se encuentra en ninguna parte testimonio alguno de que el padre de Jesús fuera un rabí. Pero si Jesús tuvo un hijo al que bautizaron con su nombre, es seguro que se llamaría «Jesús bar Rabbi».
Existe otra posibilidad. «Jesús Barrabás» puede derivarse de «Jesús bar Abba»; y dado que «Abba» significa «padre» en hebreo, «Barrabás» significaría «hijo del padre», lo cual constituiría una designación sin sentido a menos que el «padre» sea especial por alguna razón. Si el «padre» era el «Padre Celes¬tial», entonces, «Barrabás» podría referirse a Jesús. Por otra parte, si el «padre» es Jesús, «Barrabás» se referiría a su hijo.
Sea cual fuere el significado, la figura de Barrabás es curiosísima. En primer lugar, el nombre de Barrabás, al igual que Magdalena, parece haber sido sometido a una denigración deliberada. Del mismo modo que presenta a Magdalena como una ramera, la tradición popular presenta a Barrabás como un «ladrón». Pero, si Barrabás era alguna de las cosas que su nombre sugiere, no es probable que fuera un ladrón vulgar. En tal caso, ¿por qué denigrarían su nombre?
Hablando en rigor, los evangelios no presentan a Barrabás como un ladrón. Según Marcos y Lucas, es un preso político, un rebelde al que se acusa de asesinato e insurrección. Sin embargo, en el evangelio de Mateo, se califica a Barrabás de «preso notable». Y en el cuarto evangelio se dice que Barrabás es un lestai. Esta palabra puede traducirse por «ladrón» o por «bandido». No obstante, en su contexto histórico significaba algo muy distinto. Lestes era el término que aplicaban los romanos a los zelotes, los fanáticos revolucionarios nacionalistas. Podemos concluir con confianza que Ba¬rrabás era un zelote.
Pero esta no es la única información que se encuentra sobre Barrabás.
Según Lucas, había estado involucrado en «disturbios», «motines» recientes en la ciudad. La historia no menciona ningún desorden en Jerusalén por aquel entonces. Según los evangelios se habían producido disturbios en Jerusalén hacía unos días, cuando Jesús y sus seguidores volcaron las mesas de los prestamistas en el templo. ¿Fueron estos los disturbios en que se vio envuelto Barrabás y que motivaron su encarcelamiento?
Ciertamente, parece que sí. Y hay una conclusión obvia: Barrabás formaba parte del séquito de Jesús.
Según los eruditos modernos, la «costum¬bre» de poner en libertad a un preso con motivo de la pascua no existía. Pero, aun en el caso de que existiera, la elección de Barrabás con preferencia a Jesús no tendría sentido. Si Barrabás era un vulgar delincuente, ¿por qué iba el pueblo a pedir que se le respetase la vida? Y si era un zelote, es improbable que Pilato pusiera en libertad a un per¬sonaje que representaba un peligro en lugar de soltar a un visionario inofensivo.
De todas las incongruencias de los evangelios, la elección de Barrabás se cuenta entre las más notables. Es evidente que detrás de una inven¬ción tan torpe se esconde algo.
Un autor moderno ha propuesto una explicación intrigante. Barrabás era el hijo de Jesús y que Jesús era un rey legítimo. Si fuera éste el caso, la elección de Barrabás tendría sen¬tido. Hay que imaginarse a un populacho oprimido que se encuentra ante el exterminio inminente de su gobernante espiritual y político: el mesías cuyo advenimiento había sido tan prometedor.
En tales circuns¬tancias, ¿no sería la dinastía más importante que el individuo? ¿Acaso la preservación de la estirpe no sería lo principal? ¿Acaso un pueblo no preferiría ver cómo se sacrificaba a su rey con el fin de que sobrevivieran sus vastagos? Si éste sobrevivía, al menos habría esperanza para el futuro.
Ciertamente, no es imposible que Barrabás fuera hijo de Jesús. Generalmente se cree que Jesús nació en el año 6 a. de C. La crucifixión tuvo lugar en 36 d. de C. como máximo, lo cual significaría que Jesús contaba a lo sumo 42 años. Pero aun en el supuesto de que tuviera sólo 33 años al morir, todavía hubiese podido engendrar un hijo.
De acuerdo con las costumbres de la época, hubiera podido casarse a una edad muy temprana. Sin embargo, aunque no se casara hasta los veinte años, aún hubiera podido ser padre de un hijo de trece años, el cual, de acuerdo con la costumbre judaica, hubiera sido considerado como un hombre. Y puede que tuviera otros hijos antes de la crucifixión.
La crucifixión en detalle
8) ¿Hay alguna prueba de que Jesús sobreviviera a la crucifixión o de que ésta fuese una farsa?
Dado el retrato que hacen los evangelios, es inexplicable que Jesús fuese crucificado. Según los evangelios, sus enemigos eran los intereses creados de los judíos de Jerusalén. Pero tales enemigos, si existieron, hubieran podido matarle a pedradas por iniciativa propia, sin meter a Roma.
Según los evange¬lios, Jesús no tenía nada contra Roma y no violó la ley ro¬mana. Y, pese a ello, fue castigado por los romanos. Y fue castigado con la crucifi¬xión, pena que se reservaba para los que eran culpa¬bles de delitos contra el imperio.
Si Jesús fue crucificado, no puede ser que fuese tan apolítico. Al contrario, haría algo que provocaría la ira de los roma¬nos y no la de los judíos.
Fueren cuales fuesen los delitos, su muerte en la cruz está llena de incongruencia. Sencillamente, no hay motivo para pensar que su crucifixión fuera fatal.
Normalmente un crucificado sobrevivía uno o dos días. De hecho, a menudo la víctima tardaba hasta una semana en morir. Esta agonía podía acelerarse rompiendo las piernas o las rodillas de la víctima, cosa que, según los evangelios, se disponían a hacer los verdugos de Jesús antes de que se lo impidieran. La ruptura de las piernas o de las rodillas era un acto de misericordia que provocaba una muerte muy rápida.
Los eruditos modernos coinciden en que sólo el cuarto evan¬gelio se basa en la crónica de la crucifixión efectuada por un testigo presencial. Según el cuarto evangelio, los pies de Jesús fueron sujetados a la cruz —lo cual aliviaba la presión que soportaban los músculos del pecho— y sus piernas no fueron rotas. Por tanto, sobreviviría, en teoría, dos o tres días. Y, sin embargo, permanece unas horas en la cruz antes de que se le declare muerto. En el evangelio de Marcos, hasta Pilato se asombra de la rapidez con que se produce la muerte (Marcos, 15, 44).
¿Qué pudo constituir la causa de la muerte? No el lanzazo en el costado, pues el cuarto evangelio afirma que Jesús ya había muerto cuando le fue infligida esta herida. Sólo cabe una expli¬cación: la muerte se produjo a causa de agota¬miento, fatiga y el trauma de la flagelación. Pero ni siquiera estos factores tenían por qué resultar fatales tan pronto. Es posible, que sí resultaran fatales, pues a veces un hombre muere de un solo golpe. Pero seguiría habiendo algo sospechoso.
Según el cuarto evangelio, los verdugos se disponen a romperle las piernas. ¿Por qué tomarse esta molestia si ya estaba moribundo?
En los evangelios la muerte de Jesús se produce en un momento conveniente, justo a tiempo de impedir que los verdugos le rompan las piernas. Y, al producirse en tal momento, le permite cumplir una profecía del Antiguo Testamento.
Las autoridades mo¬dernas están de acuerdo en que Jesús, de modo descarado, tomó como modelo semejantes profecías, las cuales anunciaban la venida de un mesías. Fue por esta razón por lo que hubo que proporcionarle un asno en Betania, para que hiciera su entrada triunfal en Jerusalén. Y los detalles de la crucifixión tam¬bién parecen pensados con vistas al cumplimiento de las proferías.
En resumen, el oportuno «fallecimiento» es sospechoso. Es demasiado perfecto para ser una coincidencia. O se trata de una interpolación posterior, o forma parte de un plan trazado.
En el cuarto evangelio Jesús, en la cruz, declara que tiene sed. En respuesta le ofrecen una esponja supuestamente empapada en vinagre, incidente que aparece en los otros evangelios. Generalmente se interpreta que es otro acto de burla sádica. Pero ¿lo fue? El vinagre —o vino agriado— es un estimulante temporal. Se utilizaba con frecuencia para reanimar a los esclavos de las galeras. En un hombre herido, un poco de vinagre surtiría una oleada de energía. Y en el caso de Jesús el efecto es lo contrario. Apenas inhala o degusta la esponja, pronuncia sus palabras finales y «entrega el espíritu». Desde el punto de vista fisiológico, esta reacción al vinagre es inexplicable. En cambio, tal reacción sería compatible con una esponja empa¬pada, no en vinagre, sino en algún tipo de droga soporífera, un com¬puesto de opio o de belladona, o ambas cosas, que era algo que en aquel tiempo se utilizaba en Oriente Me¬dio.
Pero ¿por qué le ofrecerían una droga soporífera? A menos que el acto de ofrecérsela, junto con los demás componentes de la crucifixión, formase parte de una estratagema ingeniosa, cuya finalidad era producir una muerte aparente. Semejante estratagema no sólo hu¬biera salvado la vida de Jesús, sino que habría convertido en realidad las proferías del Antiguo Testamento.
Hay en la crucifixión otros aspectos anómalos. Según los evangelios, Jesús es crucificado en el «Gólgota», «el lugar de la calavera». La tradi¬ción posterior intenta identificar el Gólgota con una colina estéril, al noroeste de Jerusalén. Y, sin embargo, los evangelios dejan sentado que el lugar de la crucifixión no se parece a una colina estéril.
El cuarto evangelio: «Y en el lugar donde había sido crucifi¬cado, había un huerto, y en el huerto un sepulcro nuevo, en el cual aún no había sido puesto ninguno» (Juan, 19, 41). Jesús no fue crucificado en una colina estéril con forma de calavera, ni en ningún «lugar público de ejecución». Fue crucificado en un huerto en el que había un sepulcro privado o en un lugar contiguo al mismo. Según Mateo (27, 60) este sepulcro y el huerto eran propiedades de José de Arimatea, el cual, según los cuatro evangelios, era un hombre rico y un discípulo secreto de Jesús.
La tradición popular describe la crucifixión como un acto público presenciado por miles de perso¬nas. Y, pese a ello, los evangelios sugieren circunstancias diferentes. Según Mateo, Marcos y Lucas, la crucifixión es presenciada por la mayoría de la gente, incluyendo las mujeres, «desde lejos» (Lucas, 23, 49). Parece que la muerte de Jesús fue un acontecimiento privado, en una propiedad privada.
Varios eruditos modernos arguyen que el lugar de la ejecución fue el huerto de Getsemaní. Si Getsemaní era propiedad privada de uno de los discípulos secretos de Jesús, esto explicaría por qué Jesús era tan libre de utilizar el lugar.
Una crucifixión privada en propiedad privada deja mucho margen para el engaño: una crucifixión fingida, un ritual montado. Estarían presentes unos pocos testigos. Para el populacho el drama sólo sería visible, tal como confirman los evangelios sinópticos, desde cierta distancia. Y desde tal distancia no se hubiera podido ver a quién se crucificaba. Ni si el crucificado moría de verdad.
Como es natural, semejante charada haría necesario cierto grado de connivencia por parte de Pilato o de algún otro personaje influyente de la administración romana. Y es muy probable que se diera esta connivencia. Sabemos que Pilato era un hombre corrom-pido y se le podía sobornar. El Pilato histórico no hubiera desdeñado respetar la vida de Jesús a cambio de una buena suma de dinero y, quizá, de la garantía de que cesaría la agitación política.
Fuesen cuales fueren sus motivaciones, no cabe duda de que Pilato se ve involucrado en el asunto. Reconoce la pretensión de Jesús de ser el «rey de los judíos». También expresa, o finge expresar, sorpresa ante el hecho de que la muerte de Jesús se produzca tan rápidamente. Y concede el cuerpo de Jesús a José de Arimatea.
De acuerdo con la ley romana, a un crucificado se le negaba toda forma de entierro. De hecho, era costumbre apostar guardias en el lugar de ejecución para que impidiesen que se llevaran el cadáver. Sencillamente se dejaba a la víctima en la cruz, a merced de las aves carroñeras. Pilato, violando las normas, se apresura a concederle el cuerpo a José. Es obvio que hay cierta complicidad.
En las traducciones castellanas del evangelio de Marcos, José le pide a Pilato el cuerpo de Jesús. El romano expresa sorpresa ante el hecho de que Jesús haya muerto, consulta con un centurión y luego, convencido, satisface la solicitud de José. A primera vista, todo esto parece normal; pero en la versión original en griego José, al pedir el cuerpo de Jesús, utiliza una palabra, soma, que se aplicaba a un cuerpo vivo. Pilato, al satisfacer la solicitud, usa la palabra ptoma, «cadáver». Según el texto griego, José pide un cuerpo vivo y Pilato le concede lo que él juzga, o finge juzgar, un cuerpo muerto.
Dada la prohibición de enterrar a los crucificados, es extraordinario que a José le entreguen el cuerpo, vivo o muerto. Si José era un discípulo secreto, difícilmente podía reclamar el cadáver sin revelar el hecho de que era un discípulo, a no ser que Pilato ya estuviera enterado o que hu¬biese otro factor favorable a José.
Existe poca información relativa a José de Arimatea. Los evange¬lios dicen sólo que era discípulo secreto de Jesús, que poseía mucha riqueza y que pertenecía al sanedrín, el consejo de ancianos que gobernaba a la comunidad judaica de Jerusalén bajo el auspicio de los romanos. También resulta obvio que José era un hombre influ¬yente. Y esta conclusión se ve confirmada por sus tratos con Pilato y porque posee un sepulcro pri¬vado.
La tradición medieval nos presenta a un José de Arimatea que es custodio del Santo Grial; y se nos dice que Perceval pertenecía a su linaje. Según tradiciones posteriores, tiene algún parentesco de sangre con Jesús y con la familia de éste. Si era así, tendría algún derecho a reclamar el cuerpo de Jesús, pues, aunque Pilato no podía entregar el cuerpo de un delincuente eje¬cutado a un desconocido cualquiera, sí podía entregárselo, con el in¬centivo de un soborno, a los parientes del ajusticiado. Si José era en verdad pariente de Jesús, tenemos un testimonio más de la genealogía aristocrática de Jesús. Y si José era pariente de Jesús, su relación con el Santo Grial —la «sangre real»— sería más explicable.
El guión
Ahora empezamos a ampliar dicha hipó¬tesis y a rellenar cierto nú¬mero de detalles. Al hacerlo, el panorama global empezó a adquirir coherencia.
Cada vez nos parecía más claro que Jesús era un rey-sacerdote —un aristócrata y pretendiente legítimo al trono— que llevó a cabo un intento de recuperar su patrimonio legítimo.
Jesús sería nativo de Gali¬lea, tradicional semillero de oposición al régimen romano. Al mismo tiempo, tendría partidarios nobles e influyentes en Palestina; y puede que uno de tales partidarios, miembro del sanedrín, fuese pa¬riente suyo.
Asimismo, en el barrio de Jerusalén llamado Betania, estaba el hogar de su esposa o bien de la familia de su esposa; y aquí, en vísperas de su entrada triunfal en la capital, residía el aspirante a rey-sacerdote. Aquí estableció el centro de su culto mistérico. Aquí aumentó el número de sus seguidores por medio de iniciaciones ritua¬les, incluyendo la de su cuñado.
Semejante aspirante a rey-sacerdote engendraría una oposición poderosa en la administración romana y quizá en los intereses judíos, cuyos representantes eran los saduceos. Al parecer, uno de estos intereses, o ambos, se propuso frustrar sus aspiraciones.
Pero su intento de exter¬minarle no obtuvo el éxito que esperaban. Porque, al parecer, el rey-sacerdote tenía amigos en las altas esferas; y estos amigos, traba¬jando con un procurador romano corrupto, montaron una crucifixión ficticia: en terreno privado, acce-sible a un puñado de elegidos. Manteniendo al popula-cho a distancia, montaron una ejecución en la que un sustituto ocupó el lugar del rey-sacerdote en la cruz o en la que el rey-sacerdote no murió.
Hacia el atardecer —nue¬vo obstáculo a la visibilidad— se trasladó «un cuerpo» a un sepulcro situado cerca, del que, al cabo de uno o dos días, desapareció «milagrosamente».
Si nuestro «guión» era correcto, ¿adonde fue Jesús? En lo que se refería a nuestra hipótesis sobre una estirpe, la respuesta no revestía importancia. Según ciertas leyendas islá¬micas o indias, murió a una edad madura, en Oriente: Cachemira se señala con frecuencia. Por otro lado, un periodista ha propuesto un argumento intri¬gante: que Jesús murió en Masada cuando la fortaleza cayó en poder de los romanos en 74 d. de C. En aquel tiempo estaría a punto de cumplir 80 años.
Según la carta que recibimos, los documentos que Sauniére encontró en Rennes-le-Cháteau contenían «pruebas irrefutables» de que Jesús vivía en 45 d. de C, pero no hay ninguna indicación de dónde vivía. Una posibilidad sería Alejandría, donde por aquel entonces, según se dice, Ormus creó la Rose-Croix amalgamando el cristianismo con misterios más an¬tiguos y precristianos.
Incluso se ha insinuado que el cuerpo momificado de Jesús puede estar en Rennes-le-Cháteau, lo cual explicaría el mensaje cifrado que aparece en los pergaminos de Sauniére: «IL EST LA MORT» («Él está allí muerto»).
No pretendemos afirmar que Jesús acompañó a su familia a Marse¬lla. Puede que no estuviera en condiciones de viajar y su presencia hubiera constituido una amenaza para la seguri¬dad de sus parientes. Tal vez consideró que era más importante perma¬necer en Tierra Santa —al igual que su hermano, Jaime— y seguir trabajando allí. En resumen, no podemos ofrecer ninguna sugerencia real sobre lo que fue de él.
Sin embargo, el destino de Jesús era menos importante que la suerte que corrió la sagrada familia, y especialmente su cuñado, su esposa y sus hijos. Si nuestro «guión» era correcto, ellos, junto con José de Arimatea y ciertas personas más, fueron sacados en secreto de Tierra Santa y llevados a Marsella. Y cuando desembarcaron allí Magdalena llevaría el Sangraal —«sangre real», el vastago de la casa de David— a Francia.
13
El secreto que la Iglesia prohibió
Huelga decir que el Nuevo Testamento ofrece un retrato de Jesús y de su época que se ajusta a las necesidades de ciertos intereses de ciertos grupos de individuos que tenían —y siguen teniendo— un interés importante en la cuestión. Y cualquier cosa que pudiera comprometer tales intereses —como el evangelio «secreto» de Marcos— ha sido extirpada. En este vacío la especulación se hace justificada y necesaria.
Si Jesús era un pretendiente legítimo al trono, es probable que contase con el apoyo, cuando menos al principio, de un porcentaje reducido de la población: sus familiares inmediatos de Galilea, ciertos miembros de su aristocrática clase social y unos cuantos representantes, situados en Judea y en Jerusalén. Estos partidarios difícil¬mente bastarían para asegurar sus objetivos. Por tanto, se vería obligado a reclutar un grupo más nutrido de seguidores entre las otras clases sociales.
¿Cómo se recluta un número elevado de partidarios? Obviamente, promulgando un mensaje destinado a captar su lealtad. Este mensaje puede que fuese promulgado de buena fe, con un idealismo noble. Pero, a pesar de su orientación religiosa, su objetivo sería asegurarse la adhesión del pueblo.
Jesús promulgaba un mensaje cuyo objetivo era ofrecer esperanza a los opri¬midos, a los humildes. Era un mensaje que contenía una promesa.
Si el lector moderno logra vencer sus pre¬juicios, observará un mecanismo que se parece al que vemos hoy en todo el mundo: el pueblo es y siempre ha sido unido en nombre de una causa común y transformado en un instrumento para el derrocamiento de un régimen despótico. Lo importante es que el men¬saje de Jesús era ético y político. Iba dirigido a un segmento determinado del pueblo de acuerdo con consideraciones políticas. Pues sólo podía albergar la esperanza de encontrar seguidores entre los oprimidos, los afligidos y los humildes. Los saduceos, que habían lle¬gado a un entendimiento con los romanos, se opondrían a poner en peligro su estabilidad.
El mensaje de Jesús, tal como aparece en los evangelios, no es del todo nuevo ni único. Es probable que Jesús fuera un fariseo y sus enseñanzas contienen elementos de la doctrina farisaica. Tal como atestiguan los pergaminos del mar Muerto, también contienen aspectos del pensa¬miento esenio. Pero si el mensaje no era del todo original, sí lo era el medio de transmitirlo. No hay duda de que Jesús era un individuo dotado de carisma. Es posible que poseyera aptitudes para curar y para hacer otros «mila¬gros».
Ciertamente, poseía el don de comunicar sus ideas por medio de parábolas que no requerían una gran cultura. Además, a diferencia de sus precursores esenios, Jesús no tenía por qué limitarse a predecir el advenimiento de un mesías. Podía afirmar que él era dicho mesías. Y esto daría más notoriedad y credibilidad a sus palabras.
Es evidente que en el momento de su entrada triunfal en Jerusalén Jesús ya había reclutado un buen número de seguidores. Pero entre éstos habría dos elementos diferenciados y cuyos intereses no eran los mismos. Por un lado estaría un pequeño grupo de «iniciados»: parientes inmediatos, miembros de la no¬bleza, partidarios ricos cuyo objetivo era ver a su candidato en el trono. Por el otro, un séquito más amplio de «personas corrientes», cuyo objetivo era ver cómo se cumplían el mensaje y la promesa que éste contenía. Su objetivo político —sentar a Jesús en el trono— sería el mismo. Pero sus motivaciones serían distintas.
Cuando fracasó la empresa, la alianza entre estas dos facciones amenazaría con venirse abajo. Ante semejante desastre y la amenaza de un aniquilamiento, la familia daría prioridad al único factor que era de suprema importancia para las familias nobles y reales: la preservación de la estirpe.
Para los «partida¬rios del mensaje», la supervivencia de la estirpe tendría una importancia secundaria. Su principal objetivo sería la diseminación del mensaje.
El cristianismo, tal como evoluciona y llega hasta nosotros, es fruto de los «partidarios del men¬saje». Bastará decir que con Pablo «el mensaje» ya había empezado a adquirir una forma definitiva; y esta forma se convirtió en la base sobre la que se erigió todo el edificio teológico. Cuando se redactaron los evangelios, los principios básicos de la nueva religión ya habían sido completados.
La nueva religión estaba orientada a Roma o a un público romanizado. Así, el papel de Roma en la muerte de Jesús fue «blanqueado» y la culpabilidad fue transferida a los ju¬díos. Pero esta no fue la única libertad que se tomaron. Porque el mundo romano estaba acostumbrado a deificar a sus gober¬nantes y César ya había sido declarado dios. Con el fin de competir, Jesús —a quien nadie había considerado antes como divi¬no— tenía que ser deificado. Y lo fue por parte de Pablo.
Antes de que la nueva religión pudiera ser diseminada con éxito, hizo falta convertirla en algo aceptable para los pueblos de tales regiones. Y tenía que ser una religión capaz de defenderse ante los credos ya arraigados. El nuevo dios debía tener poder y un repertorio de milagros, por fuerza había que convertirlo en un dios. No un mesías en el sentido antiguo de la palabra, ni un rey-sacerdote, sino una encarnación divina que, al igual que sus colegas sirios, fenicios, egip¬cios, pasara por los infiernos y saliera, rejuvenecido, con la primavera. Fue en este punto donde adquirió una importancia crucial la idea de la resurrección, y por un motivo obvio: para colocar a Jesús al mismo nivel que Tammuz, Adonis, Attis, Osiris y todos los demás dioses fallecidos y resucitados que poblaban el mundo de su época.
Por la misma razón se promulgó la doctrina del nacimiento virgen. Y la festividad de la pascua —la fiesta de la muerte y la resurrección— se hizo coincidir con los ritos de primavera de otros cultos y escuelas mistéricas.
Dada la necesidad de diseminar un mito referente a un dios, la familia corpórea real del «dios» y los elementos políticos y dinásticos de su historia resultarían superfluos. Encadenados como estaban a un tiempo y un lugar específicos, hubiesen obrado en detrimento de su pretensión de universalidad. Por tanto, los elementos políticos y dinásticos fueron extirpados de la biografía de Jesús. Y así, todas las referencias a los zelotes y a los esenios también fueron suprimidas. Como mínimo estas referencias habrían resultado embarazo¬sas. No hubiese quedado bien que un dios interviniera en una conspira¬ción política y dinástica efímera, y especialmente una conspiración que fracasó.
Al final quedó lo que contenían los evangelios: una crónica de sencillez austera, mítica, que sólo incidentalmente transcurría en el presente eterno de todos los mitos.
Al parecer, mientras «el mensaje» se desarrollaba de esta forma, la familia y sus partidarios no permanecieron ociosos.
Julio Africano dice que los parientes de Jesús que sobrevivieron acusaron a los gobernantes herodianos de destruir las genealogías de los nobles judíos, eliminando toda prueba que pudiera representar un desafío para su pretensión al trono. Y se dice que estos parientes «migraron por el mundo», llevando ciertas genealogías que se habían librado de la destrucción de documentos durante la revuelta de 66 a 74 d. de C.
Para los propagadores del nuevo mito, la existencia de esta familia no tardaría en convertirse en una amenaza peligrosa para el mito. Así, en los primeros tiem¬pos del cristianismo toda mención de una familia noble o real, de ambiciones políticas o dinásticas, tuvo que suprimirse. Y la familia misma, que podía traicionar la nueva religión, debía ser exterminada.
De ahí la necesidad del mayor secreto por parte de la familia. De ahí la intolerancia que mostraban los primeros padres de la Iglesia ante cualquier desviación de la orto¬doxia. Y de ahí también uno de los orígenes del antisemitismo. En efecto, los «partidarios del mensaje» cumplirían un propósito dual al culpar a los judíos y exonerar a los romanos. Impugnarían la credibilidad de la familia, que era judía. Y los sentimientos antijudíos que engendraron promo¬verían más sus objetivos. Si la familia había encontrado refugio en una comunidad judía de alguna parte del imperio, la persecución popu¬lar podría silenciar a los testigos peligrosos.
Complaciendo a un público romano, deificando a Jesús y utili¬zando a los judíos como chivos expiatorios, estaba asegurada la pro¬pagación de lo que pasaría a ser la ortodoxia cris¬tiana.
La posición de dicha ortodoxia comenzó a consolidarse en el siglo II, sobre todo a través de Ireneo, obispo de Lyon en 180 d. de C. Ireneo logra impartir a la teología cristiana una forma estable y coherente. Lo consi¬guió por medio de una obra, «Cinco libros contra las herejías». En su obra Ireneo catalogó todas las desviaciones de la ortodoxia que empezaban a consolidarse y las condenó. Deplo¬rando la diversidad, afirmó que podía haber una Iglesia válida y que fuera de ella no podía haber salvación. Quienquiera que desafiase esta afirmación era tachado de hereje: un hereje al que había que destruir.
Entre el gran número de formas que tuvo el cristianismo en sus primeros tiempos se hallaba el gnosticismo, al que Ireneo dedicó sus peores vituperios.
El gnosticismo se basaba en la experiencia perso¬nal, en la unión personal con lo divino. A juicio de Ireneo, esto socavaba la autoridad de los sacerdotes y obispos. En vista de ello, empleó sus energías en suprimir el gnosticismo. A tal efecto era nece¬sario desaprobar la especulación individual y alentar la fe ciega en un dogma fijo. Se necesitaba un sistema teológico, una estructura de prin¬cipios codificados que no permitieran la interpretación por parte del individuo.
Ireneo insistía en una sola Iglesia «católica» (universal) que se basara en unos cimientos y una sucesión apostólicos. Ireneo reconoció la necesidad de un canon definitivo, una lista fija de escritos autorizados. Así pues, es el primer autor cuyo canon del Nuevo Testamento concuerda con el actual.
Estas medidas no impidieron la propagación de las primitivas herejías. Al contrario, siguieron floreciendo. Pero con Ireneo, la ortodoxia cobró una forma coherente que aseguró su triunfo final.
Ireneo preparó el camino para lo que ocurrió des¬pués del reinado de Constantino, bajo cuyos auspicios el imperio ro¬mano pasó a ser un imperio cristiano.
El papel de Constantino en la evolución del cristia-nismo ha sido falsificado y mal comprendido. La espu-ria «Donación de Constantino» ha venido a confundir las cosas aún más. Sin embargo, con frecuencia se atribuye a Constantino el mérito de la victoria definitiva de los «partidarios del mensaje» y ello no es injustificado.
Según la tradición de la Iglesia, Constantino había here¬dado de su padre la predisposición a mostrarse comprensivo con el cristianismo. De hecho, parece que esta predisposición era una cuestión de conveniencia, pues los cristia¬nos ya eran numerosos y Constantino necesitaba toda la ayuda que pudiera recibir contra Magencio, que rivalizaba con él por el trono imperial. En 312 d. de C. Magencio fue derrotado, y nadie discutió el derecho de Constantino. Se dice que antes de esta batalla crucial Constantino tuvo una visión —reforzada más tarde por un sueño profético— en la que una cruz luminosa aparecía colgada en el cielo. Y se supone que en dicha cruz estaba inscrita una frase: «Por esta señal vencerás». Cuenta la tradición que Constantino se apresuró a ordenar que los escudos de sus tropas fuesen adornados con el monograma cristiano: las letras griegas «chi rho», las dos primeras de «Christos». A resultas de ello, la victoria de Constantino llegó a re¬presentar un triunfo del cristianismo sobre el paganismo.
Esta es la tradición de la Iglesia en que se basó Constantino para «convertir el imperio ro¬mano al cristianismo». En realidad, Constantino no hizo nada de eso.
En primer lugar, la «conversión» de Constantino no parece cristiana, sino pagana. Constantino tuvo alguna visión o experiencia reveladora en el recinto de un templo pagano dedicado al Apolo gálico. Según un testigo, la visión consistió en un dios Sol: la deidad que adoraban ciertos cultos bajo el nombre de «Sol Invictus», «el Sol Inven¬cible». Hay pruebas de que Constantino, justo antes de la visión, había sido iniciado en un culto del Sol Invictus. En todo caso, el senado romano erigió un arco triunfal en el Coliseo. Según la inscripción de dicho arco, la victoria de Cons¬tantino se obtuvo «mediante el dictado de la deidad». Mas la deidad en cuestión era el Sol Invictus, el dios Sol de los paganos.
Constantino no convirtió el cristianismo en la religión oficial del estado romano. Esta religión, bajo Constantino, era el culto pagano al Sol; y Constan¬tino actuó como sumo sacerdote del citado culto. A decir verdad, su reinado era denominado «el imperio del Sol» y el Sol Invictus figuraba en todas partes, incluso en las banderas imperiales y en las monedas del reino.
La imagen de Constantino como converso al cristianismo es errónea. El empera¬dor no fue bautizado hasta 337, cuando yacía en su lecho de muerte y, al parecer, se sentía demasiado débil para protes¬tar. Tampoco se le puede atribuir el monograma «chi rho». Una inscrip¬ción con dicho monograma fue hallada en una tumba de Pompeya que databa de dos siglos y medio antes.
El culto al Sol Invictus era de origen sirio y los emperadores roma¬nos lo impusieron a sus subditos un siglo antes de Constantino. Aun¬que contenía elementos del culto a Baal y Astarté, era monoteísta. En efecto, proponía el dios Sol como la suma de todos los atributos de los demás dioses y subsumía pacífi¬camente a sus posibles rivales. Asimismo, armonizaba con el culto a Mitras, que también prevalecía en Roma y que también llevaba aparejada la adora¬ción del sol.
Para Constantino el culto al Sol Invictus era conveniente. Su objetivo principal era la unidad política, religiosa y territorial. Un culto o una religión estatal que incluyese a todos los demás cultos era favorable. Y fue bajo los auspicios del culto al Sol Invictus que el cristianismo consolidó su posición.
La ortodoxia cristiana tenía mucho en común con el culto al Sol Invictus y pudo florecer al amparo de la tolerancia del mismo. El culto al Sol Invictus, siendo monoteísta, preparó el camino para el monoteísmo del cristianismo.
Y el culto al Sol Invictus también era conveniente en otros sentidos, los cuales facilitaban la propagación del cristia¬nismo.
Mediante un edicto promulgado en 321, Constan¬tino ordenó que los tribunales de justicia cerrasen en «el venerable día del Sol» y que dicho día fuera de descanso. Hasta entonces el cristia¬nismo había conservado el sábado de los judíos como día sagrado. Ahora, de acuerdo con el edicto, el día sagrado pasó a ser el domingo. De este modo no sólo armonizaba con el régimen existente, sino que podía disociarse un poco más de sus orígenes judaicos.
Por otra parte, hasta el siglo IV el cumpleaños de Jesús se celebró el 6 de enero. Sin embargo, para el culto al Sol Invictus el día crucial era el 25 de diciembre, la festividad de Natalis Invictus, el nacimiento (o renacimiento) del Sol, fecha en que los días comenzaban a alargarse. También el cristianismo se alineó con el régimen y con la religión oficial del estado.
El culto al Sol Invictus engranó con el culto a Mitras; tanto es así que a menudo se confunden. Ambos hadan hincapié en la importancia del Sol. Ambos considera¬ban el domingo como día sagrado. Ambos celebraban una natividad importante el 25 de diciembre. A resultas de ello, el cristianismo pudo encontrar también puntos de convergencia con el mitraísmo, tanto más cuanto que el mitraísmo recalcaba la inmortalidad del alma, un juicio futuro y la resurrección de los muertos.
Constantino optó por difuminar las distinciones entre el cristianismo, el mitraísmo y el Sol Invic¬tus; optó por no ver ninguna contradicción entre tales religiones. Por esto toleró al Jesús deificado como manifestación terre¬nal del Sol Invictus. Por esto construyó una iglesia cristiana, al mismo tiempo que erigía estatuas de la Diosa Madre Cibeles y del Sol Invic¬tus, el dios Sol (este último era una imagen de él mismo). En estos gestos también cabe ver la importancia que se daba a la unidad. La fe era para Constantino una cuestión política; y toda fe que condujese a la unidad era tratada con indulgencia.
Por tanto, aunque Constantino no fue el «buen cristiano» que nos presentan las tradiciones, sí consolidó la categoría de la ortodoxia cristiana.
En 325, convocó el concilio de Nicea, en el que se dictaron reglas que definían la autoridad de los obispos, preparando el camino para una concentración de poder en manos eclesiásticas.
Lo más importante de todo fue que el concilio de Nicea decidió, mediante votación, que Jesús era un dios y no un profeta mortal. Sin embargo, hay que volver a recalcar que para Constantino lo principal era la unidad y la conveniencia. En su calidad de dios, Jesús podía ser asociado con el Sol Invictus.
Así, un año después del concilio de Nicea, Constantino sancionó la confisca¬ción y destrucción de todas las obras que desafiaran las enseñanzas ortodoxas: obras de autores paganos que hacían referencia a Jesús, así como obras de cristianos «heréticos». También dispuso que se concedieran a la Iglesia unos ingresos fijos e instaló al obispo de Roma en el palacio de Letrán. Luego, en 331, financió nuevas copias de la Biblia. Esto constituyó uno de los factores más decisivos de toda la historia del cristianismo.
En 303, un cuarto de siglo antes, el emperador pagano Diocleciano se había propuesto destruir todos los escritos cristianos que pudiera encontrar. A causa de ello, los documentos cristianos —so¬bre todo en Roma— desaparecieron. Al encargar Constantino versiones nuevas, los custodios de la ortodoxia pudieron modificar y reescribir el material como les parecía conveniente. Probable¬mente fue entonces cuando se hicieron la mayoría de las alteraciones cruciales del Nuevo Testamento.
De las cinco mil versiones manuscritas del Nuevo Testamento que se conservan, ninguna de ellas es anterior al siglo IV.
Los zelotes
Después de Constantino el curso de la ortodoxia cristiana está bien documentado. Pero si «el mensaje» se estableció como principio guía y rector de la civilización occidental, no puede decirse que no fuese objeto de ningún desafío. Al parecer, la existencia de la familia ejerce una atracción poderosa, que amenazaba a la ortodoxia de Roma.
Esta ortodoxia se apoya en el Nuevo Testamento. Pero el Nuevo Testamento es sólo una selección de primitivos documentos cristianos que datan del siglo IV. Hay más obras anteriores al Nuevo Testamento y algunas arrojan una luz nueva, polémica, sobre las crónicas aceptadas.
Tenemos los diversos libros que comprenden la recopilación Apócrifa. Hay que reconocer que algunos de los libros son tardíos. Sin embargo, otras obras ya circulaban en el siglo II y es posible que tengan tanto derecho a ser consideradas como veraces como los evangelios originales.
Una de tales obras es el evangelio de Pedro, del cual se localizó una primera copia en 1886, aunque es mencionado por el obispo de Antioquía en 180. Según este evangelio «apócrifo», José de Arimatea era amigo íntimo de Pilato, lo cual aumenta la probabilidad de que la crucifixión fuese fraudulenta. Pedro también dice que el sepulcro en el que fue enterrado Jesús se hallaba en «el jardín de José». Y las últimas palabras que Jesús pronuncia en la cruz llaman la atención: «Poder mío, ¿por qué me has de¬samparado?».
Otra obra apócrifa es el evangelio de la Infancia de Jesucristo. En este libro se presenta a Jesús como un niño brillante pero demasiado humano quizá, pues es violento e indisciplinado, propenso al ejercicio irresponsable de sus poderes. A decir verdad, en una ocasión mata a golpes a un niño que le ha ofendido.
Además del comportamiento más bien escandaloso del niño Jesús, hay en el evangelio de la infancia un fragmento curioso. Se dice que, al ser circuncidado, una vieja se apropió de su prepucio y lo guardó en un estuche de alabastro utilizado para el aceite de nardo. «Este es aquel estuche de alabastro que María la pecadora sacó y del que vertió el ungüento sobre la cabeza y los pies de nuestro Señor Jesucristo».
Así pues, al igual que en los evangelios aceptados, hay aquí un ungimiento que viene a ser un ritual significativo. En este caso, está claro que el ungimiento ha sido preparado con antela¬ción. Y todo el incidente entraña una conexión —oscura y retorcida— entre Magdalena y la familia de Jesús mucho antes de que Jesús iniciase su misión. Es razonable suponer que los padres de Jesús no hubieran entregado su prepucio a la primera vieja que lo solicitase. Por tanto, la vieja tiene que ser una persona importante o que es íntima de los padres de Jesús, o ambas cosas. Y el hecho de que más adelante Magdalena posea la estrafalaria reliquia —o el recipiente de la misma— induce a pensar que existe una conexión entre ella y la vieja. Una vez más parece que nos encontramos ante los vestigios oscuros de algo que tenía más importancia de lo que se cree ahora.
Ciertos pasajes de los libros de la Apócrifa —los excesos de la infancia de Jesús, por ejemplo— resultaban embarazosos para la ortodoxia posterior. Ciertamente, lo serían para la mayoría de los cristianos de hoy. Pero hay que recordar que la Apó-crifa, al igual que los libros aceptados del Nuevo Testamento, fue redactada por «partidarios del mensaje». Por consiguiente, no cabe esperar que la Apócrifa contenga algo que pudiera comprometer el «mensaje», cosa que sin duda haría cualquier alusión a la actividad política de Jesús y sus ambiciones dinásticas.
En tiempos de Jesús había en Tierra Santa grupos, facciones, sectas y subsectas judaicos. En los evangelios se citan dos, los fariseos y los saduceos, y ambos aparecen interpretando el papel de «malos». Sin embargo, este papel sólo se les puede atribuir a los saduceos, que colaboraban con la administración romana. Los fariseos mantenían una acérrima oposición a Roma; y Jesús, si no era fariseo, actuaba dentro de la tradición farisaica.
Con el fin de atraer a un público romanizado, los evangelios tuvieron que exonerar a los romanos y denigrar a los judíos. Esto explica por qué fue necesario presentar erróneamente a los fariseos y estigmatizarlos junto con los saduceos.
Pero ¿por qué no mencionan a los zelotes, que el público romano fácilmente habría considerado como «los malos»? No parece haber explicación alguna de su omi-sión, a menos que Jesús estuviera relacionado. Tal como argumenta Brandon: «El silencio de los evangelios respecto de los zelotes debe indicar una relación entre Jesús y estos patriotas, una relación que los evangelistas prefirieron no revelan).
Fuera cual fuese la relación de Jesús con los zelotes, fue crucificado como uno de ellos. De hecho, los dos hombres que fueron crucificados con él son calificados de lestai, nombre que los romanos daban a los zelotes.
Es dudoso que Jesús fuera un zelote. Sin embargo, en algunos momentos de los evangelios Jesús da muestras de un militarismo agresivo. En un pasaje anuncia que ha venido «no para traer paz, sino espada». En el evangelio de Lucas dice a sus seguidores que no tienen espada que compren una; y aprueba que estén armados tras el ágape de la pascua. En el cuarto evangelio Pedro lleva una espada en el momento en que Je¬sús es detenido. Es difícil hacer que estas referencias sean compatibles con la imagen de un pacifista.
Si Jesús no era un zelote, los evangelios revelan y establecen su conexión. Hay pruebas que relacionan a Barrabás con Jesús; y a Barrabás se le califica de lestai.
Jaime, Juan y Pedro llevan títulos que tal vez aluden a que simpatizan con los zelotes, si no están mezclados con ellos. Según las autoridades modernas, «Judas Iscariote» viene de «Judas el Sicario», y «sicario» significaba «zelote». De hecho, parece que los sicarios eran una élite dentro de las filas zelotes.
Finalmente, tenemos el discípulo Simón. En la versión griega de Marcos este discípulo es llamado Kananaios: transcripción griega de la palabra aramea que signiñca «zelote». En la «Biblia del rey Jacobo» la palabra griega ha sido mal traducida y Simón aparece como «Simón el Cananeo». Pero Lucas no deja lugar a dudas. Simón es identificado como zelote e incluso la «Biblia del rey Jacobo» lo llama «Simón Zelotes». Parece indiscutible que Jesús contaba como mínimo con un zelote entre sus seguidores.
Si la ausencia aparente de zelotes de los evangelios es notable, también lo es la de los esenios. En la Tierra Santa de la época de Jesús los esenios constituían una secta importante, y es inconcebible que Jesús no entrara en contacto con ellos. De hecho, diríase que Juan el Bautista era un esenio.
Resumiendo, las relaciones de Jesús con los esenios, al igual que con los zelotes, eran demasiado estrechas y conoci¬das para negarlas. Lo único que podía hacerse era ocultarlas.
Gracias a los escritos de cronistas de la época, sabemos que los esenios tenían comunidades en toda Tierra Santa y, posiblemente, también en otras partes. Comenzaron a aparecer en 150 a. de C., y utilizaban el Antiguo Testa¬mento, pero interpretándolo más como una alegoría que como la verdad histórica literal.
Repudiaban el judaismo tradicional y prefe¬rían una forma de dualismo gnóstico, que incorporaba elementos del culto al Sol y del pensamiento pitagórico. Practicaban la curación y eran estimados por su conocimiento de las técnicas terapéuticas. Finalmente, practicaban un ascetismo riguroso y era fácil distinguirlos por sus vestimentas sencillas y blancas.
Al igual que la enseñanza esenia, los pergaminos del mar Muerto reflejan una teología dualista. Al mismo tiempo, hacen hincapié en la venida de un mesías —«ungido»— que es descendiente de David. Tienen también un calendario es¬pecial según el cual el oficio de pascua no se celebraba en viernes, sino en miércoles, lo que concuerda con el oficio pascual en el cuarto evan¬gelio.
Y en cierto número de aspectos coinciden, casi palabra por palabra, con algunas de las enseñanzas de Jesús. Diríase que Jesús conocía la existencia de la comunidad de Qumran y puso sus propias enseñanzas de acuerdo con las suyas. Un experto moderno en los pergaminos del mar Muerto cree que éstos «proporcionan más fundamento para creer que muchos incidentes [en el Nuevo Testamento] son meras proyecciones, en la historia de Jesús, de lo que se esperaba del Mesías».
Jesús —aunque no tuviese una preparación esenia— estaba versado en el pensamiento de la secta. A decir verdad, sus enseñanzas se hacen eco de las que se atribuyen a los esenios. Y si se examinan los evangelios, se verá que es posible que los esenios figurasen de modo más significativo en Jesús.
Como acabamos de decir, los esenios eran fáciles de identificar por sus vestiduras blancas, las cuales eran menos corrientes en Tierra Santa de lo que se suele creer. En el evangelio secreto de Marcos, una túnica de lino blanco desempeña una importante función ritual, y vuelve a apare¬cer en la versión autorizada.
Si Jesús llevaba a cabo iniciaciones en una escuela mistérica en Betania o en otra parte, la túnica de lino blanco induce a pensar que tales iniciaciones fueran de índole esenia. Lo que es más, el motivo de la túnica de lino blanca se repite en los cuatro evangelios.
Después de la crucifixión, el cuerpo de Jesús desaparece «milagrosamente» del sepulcro, en el cual se encuentra una figura vestida de blanco. En Mateo se trata de un ángel con un «vestido blanco como la nieve. En Marcos es un joven «cubierto de una larga ropa blanca». Lucas dice que eran «dos varones con vestiduras resplandecientes», mientras que el cuarto evangelio habla de «dos ángeles con vestiduras blancas». En dos de estas crónicas ni siquiera se les atribuye una categoría sobrenatural. Es de supo¬ner que dichas figuras son mortales y da la impresión de que los discípulos no las conocen. Ciertamente, es razo-nable suponer que se trata de esenios. Y, dada la aptitud de los esenios para curar, tal suposición se hace más sostenible. Si Jesús, al ser bajado de la cruz, aún vivía, está claro que se necesita¬rían los servicios de un curador. Aun en el supuesto de que estuviera muerto, es probable que un curador se hallara presente, aunque fuera sólo como «esperanza con pocas probabilidades de hacerse realidad».
Y en aquella época no había en Tierra Santa curadores más estimados que los esenios.
Según nuestro «guión», ciertos partidarios de Jesús, contando con Pilato, organizaron una crucifixión ficticia en terreno privado. Concretando más: no la organizarían «partidarios del men¬saje», sino partidarios de la estirpe, familiares u otros aristócratas o miembros de un círculo secreto (o los tres grupos). Es posible que estos individuos tuvieran relación con los esenios o que fueran esenios. Sin embargo, la estratagema no sería dada a conocer a los «partidarios del mensaje», a las «masas», cuyo epítome es Pedro.
Al ser transportado al sepulcro, Jesús requeri¬ría cuidados médicos, para lo cual estaría presente un curador esenio. Y más adelante, cuando se encontró vacío el sepulcro, sería necesario un emisario al que no conocieran los discípulos que pertenecían a la «masa». Este emisario tendría que tranquilizar a los «partidarios del mensaje», y adelantarse a las acusaciones de robar o profanar tumbas que se lanzarían contra los romanos y que hubieran podido provocar graves disturbios.
Tanto si este «guión» era correcto como si no, nos pare¬cía claro que Jesús estaba relacionado con los esenios como con los zelotes. Al principio esto podía parecer raro, pues a menudo se cree que los zelotes y los esenios eran incompatibles.
Los zelotes eran violentos, militaristas y no les hacían ascos al terrorismo. Los esenios suelen presentarse como gente apolítica, pacifista. En realidad, en las filas de los zelotes había muchos esenios, pues los zelotes no eran una secta, sino una facción política.
La asociación de los zelotes y los esenios es evidente en los escritos de Josefo.
José ben Matthias nació en el seno de la nobleza judaica en 37 d. de C. Al estallar la revuelta de 66 d. de C. fue nombrado gobernador de Galilea, donde asumió el mando de las fuerzas alineadas contra los romanos. Parece que como comandante militar fue inepto y no tardó en ser capturado por el emperador romano Vespasiano. Entonces se convirtió en un Quisling. Adoptando el nombre romanizado de Flavio Josefo, se convirtió en ciudadano romano, se divorció de su esposa, contrajo matrimonio con una heredera romana y aceptó lujosos rega¬los del emperador, entre los que había tierras confiscadas a los judíos en Tierra Santa. Alrededor de la fecha de su muerte, en 100 d. de C, comenzaron a aparecer sus crónicas del período.
Josefo ofrece una crónica detallada de la revuelta de 66 a 74 d. de C. Y la obra de Josefo también contiene la única crónica de la caída, en 74 d. de C, de Masada.
Al igual que Montségur, Masada ha pasado a simbolizar el heroísmo y el martirio en defensa de una causa perdida. Al igual que Montségur, continuó resistiéndose al invasor mucho después de que cesara toda forma de resistencia.
Mientras el resto de Palestina se derrumbaba, Masada se mantuvo firme. Finalmente, en 74 d. de C, los romanos instalaron una rampa que les permitía abrir bre¬cha en las defensas. En la noche del 15 de abril se prepararon para el asalto final. En aquella misma noche los 960 hombres, mujeres y niños que había en la fortaleza se suicidaron. Al día siguiente, los romanos sólo encontraron cadá¬veres entre las llamas.
Josefo acompañaba a las tropas romanas que entraron en Masada el 16 de abril. Josefo añade que entrevistó a tres supervivien¬tes: una mujer y dos niños. Josefo dice que estos supervi¬vientes le hicieron una crónica detallada de lo ocurrido. Según dicha crónica, el comandante de la guarnición era Eleazar, nombre que es una variante de Lázaro. Y parece que fue Eleazar quien, valiéndose de su elocuencia carismática, impulsó a los defensores a to¬mar su decisión.
Josefo repite las alocuciones de Eleazar tal como las oyó de los supervivientes. La historia dice que Masada fue defendida por zelotes militantes. Josefo usa las palabras «zelotes» y «sicarios» de forma intercambiable. Y las alocuciones de Eleazar no son convencionalmente judaicas. Ai contrario, son esenias, gnósticas y dualistas.
Es extraordinario que ningún erudito haya comentado estas alocuciones, pues plantean multitud de interrogantes. Son patentemente gnósticas y dualistas; y, en el contexto de Masada, son esenias.
Por supuesto, a algunas de estas actitudes también cabe calificarlas de «cristianas». No en el sentido en que se definió dicha palabra, sino tal como podía aplicarse a los primeros seguidores de Jesús: a aquellos que, en el cuarto evangelio, deseaban unirse a Lázaro en la muerte. Es posible que entre los defensores de Masada hubiera algunos partida¬rios de la estirpe de Jesús.
Durante la revuelta de 66 a 74 d. de C. hubo numerosos «cristianos» que combatieron contra los romanos. De hecho, muchos zelotes eran «cristianos primitivos»; y es probable que hubiera algunos en Masada.
Josefo no dice nada de esto, aunque, suponiendo que lo hubiera dicho, sus palabras habrían sido borradas más tarde. Al mismo tiempo, cabría esperar que Josefo mencionase a Jesús. Es cierto que en muchas ediciones posteriores de la obra de Josefo se alude a Jesús, pero se trata del Jesús de la ortodoxia establecida, y la mayoría de los eruditos las descartan por considerarlas como interpolacio¬nes que datan de una época no anterior a la de Constantino.
Sin embargo, en el siglo XIX se descubrió en Rusia una edición de Josefo que era distinta de las demás. El texto, traducido al ruso antiguo, databa de 1261. Era evidente que la persona que lo transcribió no era judía ortodoxa, toda vez que con¬servó alusiones «procristianas». Y, pese a ello, Jesús, en esta versión de Josefo, es presentado como un ser humano, un revolu¬cionario político y un «rey que no reinó». También se dice que tenía «una línea en medio de la cabeza a la manera de los nazareos».
Los eruditos han gastado mucha energía en discutir la autenticidad de «el Josefo eslavo». Considerando todos los puntos, nos inclinábamos a considerarlo como una transcripción de una copia o copias de Josefo que sobrevivieron a la destrucción de documentos cristianos decretada por Diocleciano y que eludieron el celo «revisionista» bajo Constantino.
Si el Josefo eslavo era una falsificación, ¿a qué intereses serviría? Que presentara a Jesús como rey difícilmente sería aceptable para un público judío. Y que lo presentara como ser humano no sería del agrado de la cristiandad. Orígenes, padre de la Iglesia a principios del siglo III, alude a una versión de Josefo que niega a Jesús la condición de mesías. Esta versión podía ser la fuente del texto eslavo.
Los escritos gnósticos
A la revuelta de 66-74 d. de C. le siguió otra insurrección impor¬tante entre 132 y 135. A consecuencia de estos disturbios, los judíos fueron expulsados de Jerusalén, que se convirtió en una ciudad romana. Pero ya en tiempos de la primera revuelta había comenzado la historia a correr un velo sobre los acontecimientos de Tierra Santa, y no existen testimonios durante otros dos siglos.
Con todo, se sabe que numerosos judíos permanecie¬ron en el país, aunque fuera de Jerusalén. Lo mismo hicieron algunos cristianos. Y había incluso una secta de judíos, «ebionitas», que veneraban a Jesús como profeta, aunque un profeta mortal.
Sin embargo, el espíritu verdadero tanto del judaismo como del cristianismo se alejó de Tierra Santa. La mayoría de la población judía de Palestina se dispersó en una diáspora. Y el cristianismo empezó a migrar a Asia Menor, Grecia, Roma, Galia, Inglaterra, África. No es extraño que empezaran a salir crónicas contra¬dictorias de lo que había sucedido en 33 d. de C. Y, a pesar de los esfuerzos de Clemente, Ireneo y otros, estas crónicas —que fueron declaradas «herejías»— continuaron floreciendo.
Sin duda varias de ellas nacieron de alguna clase de conocimiento de primera mano que conservaban los judíos devotos y los ebionitas. Otras se basaban en leyendas y rumores, como las tradiciones mistéricas egipcia, helenística y mitraica. Fuesen cuales fueren sus fuentes, sembraron mucha inquietud entre la ortodoxia incipiente que trataba de consolidar su posición.
Escasea la información sobre las primeras «herejías». Lo que sabe¬mos procede de los ataques de sus oponentes, lo cual proporciona una visión deformada. En conjunto, parece que los primeros «herejes» veían a Jesús de una de dos maneras. Para algunos era un dios, con pocos atributos humanos, si es que tenía alguno. Otros le tenían por un profeta mortal que no era distinto de Buda o Mahoma.
Entre los primeros heresiarcas uno de los más importantes fue Valentín. Valentín, que decía estar en posesión de «enseñanzas secretas» de Jesús, rehusó someterse a la autoridad de Roma, alegando que la gnosis personal disfrutaba de precedencia sobre cualquier jerarquía externa. Como era de esperar, Valentín y sus partidarios fueron blanco de las peores diatribas de Ireneo.
Lo mismo le ocurrió a Marción, rico magnate naviero y obispo que llegó a Roma alrededor de 140 y fue excomulgado cuatro años después. Marción proponía una distinción radical entre la «ley» y el «amor», que él asociaba con el Antiguo y con el Nuevo Testamento respectivamente; algunas de las ideas marcionistas volvieron a aflo¬rar al cabo de mil años en obras como Perlesvaus. Marción fue el primer escritor que recopiló una lista canónica de libros bíblicos, lista que excluía la totalidad del Antiguo Testamento. Fue en respuesta directa a Marción que Ireneo recopiló su lista canónica, que sería base de la Biblia tal como la conoce¬mos hoy.
El tercer heresiarca del período —y el más intrigante— fue Basílides, erudito alejandrino que escribió entre 120 y 130 d. de C. Basílides estaba versado tanto en las escrituras hebreas como en los evangelios cristianos. También estaba empapado de pensamiento egipcio y helenístico. Según Ireneo, Basílides promulgaba una herejía odiosa. Afirmaba que la crucifixión fue un fraude, que Jesús no murió en la cruz y que un sustituto —Simón de Cirene— ocupó su lugar. En el siglo vu el Corán afirmaba el mismo argumento.
Si hubo una región en la que las primeras herejías arraigaron más, fue Egipto, sobre todo Alejandría: la ciudad más culta y cosmopolita en aquella época, la segunda en importancia del imperio romano.
A raíz de las dos revueltas de Judea, Egipto demostró ser el refugio más accesible tanto para los fugitivos judíos como para los cristianos. No era extraño que Egipto brindase las pruebas más concluyentes. Estas pruebas se encontraban en los «Evangelios gnós¬ticos» o los «papiros de Naj 'Hammadi».
En diciembre de 1945 un campesino egipcio, cerca de 'Hammadi, en el Alto Egipto, exhumó una vasija de arcilla roja. Resultó que en su interior había trece códices —libros de papiro o manuscritos—. Sin darse cuenta de la magni¬tud del descubrimiento, el campesino y su familia utilizaron algunos códices para alimentar el fuego. A la larga, los restantes códices llamaron la atención de los expertos; y uno de ellos, sacado clandestinamente de Egipto, fue adquirido por la Fundación Jung, y demostró contener el famoso evangelio de Tomás.
Los papiros de Naj 'Hammadi son una colección de textos bíbli¬cos, de índole gnóstica, que datan de alrededor de 400 d. de C. Los papiros son copias y los originales de los que fueron transcritos datan de mucho antes. Algunos de ellos —el evangelio de Tomás, el evangelio de la Verdad y el evangelio de los Egipcios— son mencionados por los primeros padres de la Igle¬sia. Los eru¬ditos modernos han establecido que algunos de los textos, si no to¬dos, datan de 150 d. de C. a lo sumo. Y puede que cuando menos uno de ellos incluya material mucho más antiguo que los cuatro evangelios clásicos.
Lo que es más, algunos de estos documentos son de una veracidad única. En primer lugar, se libraron de la censura de la ortodoxia romana. En segundo lugar, fueron escritos para un público egipcio y no para un público romano, no están tergiversados ni orientados a un público romanizado. Finalmente, es muy posible que se basen en fuentes de primera mano o en testigos oculares, o ambas cosas.
No es extraño que los papiros de Naj 'Hammadi contengan pasajes que son contrarios a la ortodoxia. En un códice, el Segundo Tratado del Gran Set, se pinta a Jesús del mismo modo que en la herejía de Basílides: librándose de morir en la cruz gracias a una sustitución.
Ciertas obras de Naj 'Hammadi atestiguan la existencia de una disputa entre Pedro y Magdalena, que parece reflejar un cisma entre los «partidarios del mensaje» y los partidarios de la estirpe.
Así, en el evangelio de María, Pedro se dirige a Magdalena: «Hermana, sabemos que el Salvador te amaba más que al resto de las mujeres. Dinos las palabras del Salvador que recuerdes que tú sabes pero nosotros no». Más adelante Pedro pregunta a los demás discípulos: «¿Habló en privado con una mujer y no con no¬sotros? ¿Debemos escucharla a ella? ¿La prefirió a nosotros?». Y más adelante un discípulo contesta a Pedro: «Seguramente el Salvador la conoce muy bien. Por eso la amaba más que a nosotros».
A juzgar por el evangelio de Felipe, las razones de esta disputa son obvias. Hay un énfasis repetido en la imagen de la cámara nupcial. Según Felipe, «el Se¬ñor lo hizo todo en un misterio, un bautismo y un crisma y una eucaristía y una redención y una cámara nupcial». Hay que reco¬nocer que la cámara nupcial podría parecer algo simbólico. Pero Felipe es más explícito: «Había tres que caminaban siempre con el Señor; María su madre y su hermana y Magdalena, la que era llamada su compañera». Se¬gún un erudito, la palabra «compañera» debe traducirse por «esposa». Hay motivos para traducirla así, pues Felipe se hace explícito:
Y la compañera del Salvador es María Magdalena. Pero Cristo la amaba más que a todos los discípulos y solía besarla en la boca a menudo. El resto de los discípulos se ofendían y expresaban desaprobación. Le decían: «¿Por qué la amas más que a todos nosotros?». El Señor les contestaba diciendo: «¿Por qué no os amo a vosotros como a ella?».29
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La dinastía del Grial
Basándonos en los manuscritos de Naj 'Hammadi, la posibilidad de que existiera una estirpe que descendiese de Jesús adquirió más verosimilitud.
Algunos de los «evangelios gnósticos» tenían tanto derecho a ser considerados veraces como los libros del Nuevo Testamento. A causa de ello, las cosas que atestiguan —un sustituto en la cruz, una disputa entre Pedro y Magdalena, un matrimonio entre Magdalena y Jesús, el nacimiento de un «hijo del Hijo del hombre»— no podían descartarse.
La disputa entre Pedro y Magdalena parecía demostrar el conflicto entre los «partidarios del men¬saje» y los partidarios de la estirpe. Mas fueron los primeros quienes a la larga salieron victoriosos y determinaron el rumbo de la civilización. Debido a su creciente monopolio del saber, quedaron pocas pruebas que sugiriesen que la familia de Jesús había existido. Y aún había menos prue¬bas que establecieran un vínculo entre dicha familia y la dinastía merovingia.
No se trata de que a los «partidarios del mensaje» todo les saliera como querían. Si los dos primeros siglos de la historia cristiana estuvieron plagados de herejías irreprimibles, los siglos siguientes lo estuvieron más. Al mismo tiempo que la ortodoxia se consolidaba —teológicamente bajo Ireneo, políticamente bajo Constantino—, las herejías continuaron proliferando.
Por muy distintas que fuesen, la mayoría de las herejías compartían ciertos factores. La mayor parte eran gnósticas, repudiando la estructura jerárquica de Roma y ensalzando la supremacía de la iluminación personal sobre la fe ciega.
La mayoría eran dualis¬tas, pues consideraban que el bien y el mal tenían menos de problemas éticos mundanales que de problemas de importancia cósmica. Finalmente, la mayoría coincidían en considerar a Jesús como mortal: un profeta divinamente inspirado, pero no divino, que murió en la cruz o que nunca murió en la cruz. Por la importancia que dan a la humanidad de Jesús, mu¬chas de las herejías volvían la mirada hacia la autoridad de san Pablo, que había hablado de «nuestro Señor Jesucristo, que era del linaje de David según la carne» (Romanos, 1, 3).
Tal vez de todas las herejías la más famosa y radical fuese el maniqueísmo, que era una fusión de cristianismo gnóstico y tradiciones zoroástricas y mitraicas. La fundó Mani, que nació cerca de Bagdad en 214 d. de C. Mani fue introducido por su padre en una secta mística —probablemente gnóstica— que hacía hinca¬pié en el ascetismo y el celibato, practicaba el bautismo y cuyos adep¬tos llevaban túnicas blancas. Alrededor de 240 d. de C. Mani empezó a propagar sus enseñanzas y, al igual que Jesús, era renombrado por sus curaciones espirituales y exorcismos. Sus seguidores le procla¬maban «el nuevo Jesús» e incluso le atribuían un nacimiento virgen, lo cual era un prerrequisito para las deidades de la época.
También era llamado «Salvador», «Apóstol», «Iluminador», «Señor», «Resucitador de los muertos», «Piloto» y «Timonel». Las dos últimas designaciones son sugestivas, toda vez que son intercambiables con «Nautonnier», el título oficial que adoptaba el Gran maestre de la Prieuré de Sion.
Según historiadores árabes posteriores, Mani produjo muchos li¬bros en los que pretendía revelar secretos que Jesús sólo había mencio¬nado de forma oscura y oblicua. Consideraba a Zaratustra, Buda y Jesús como sus precursores y declaraba que él, al igual que ellos, había recibido la misma iluminación de la misma fuente. Sus enseñanzas consistían en dualismo gnóstico unido a un edificio cosmo¬lógico complejo.
Impregnándolo todo estaba el conflicto universal de la luz y las tinieblas; y el más importante campo de batalla para estos dos principios opuestos era el alma humana. Al igual que los cataros, Mani abrazó la doctrina de la reencarnación. También al igual que los cataros, insistía en una clase de iniciados, unos «elegidos iluminados». Llamaba a Jesús «el Hijo de la Viuda», palabras de las que se apoderaría la francmasonería. Al mismo tiempo, declaraba que Jesús era mortal o que, si era divino, lo sería sólo en sentido simbólico o metafórico, en virtud de la iluminación. Y Maní, al igual que Basílides, afirmaba que Jesús no murió en la cruz, sino que fue reemplazado por un sustituto.'
En 276 d. de C, por orden del rey, Mani fue decapitado; y su cuerpo mutilado fue exhi¬bido en público, quizá para evitar una resurrección. Sin embargo, a partir de su martirio sus enseñanzas no hicieron más que cobrar ím¬petu; y entre sus posteriores partidarios se contó san Agustín, al menos durante un tiempo.
Con una rapidez extraordinaria el maniqueísmo se extendió por el mundo cristiano. A pesar de la ferocidad con que se intentó suprimirlo, logró sobrevivir y persistir hasta el presente.
Ahora parece improbaole que los cataros fuesen un retoño de los bogomilas búlgaros. Al contrario, las investigaciones más recientes sugieren que los cataros nacieron de escuelas maniqueas en Fran¬cia. En todo caso, la cruzada contra los albigenses fue una cruzada contra el maniqueísmo; y, a pesar de los esfuerzos más asiduos de Roma, la palabra «maniqueo» ha sobrevivido.
Naturalmente, además del maniqueísmo hubo muchas otras here¬jías. De todas ellas fue la de Arrio la que representó la amenaza más grave para la doctrina ortodoxa cristiana.
Arrio fue presbítero de Alejandría alrededor de 318 y murió en 335. Su disputa con la ortodoxia reposaba sobre una premisa: Jesús era mortal, un maestro inspirado.
Proponiendo un solo dios omnipotente y supremo —un dios que no se encarnó y que no sufrió humillación y muerte—, Arrio coloca el cristianismo en un marco judaico. Al mismo tiempo, el Dios supremo del arrianismo gozó de gran fuerza en Occidente. Al adquirir el cristianismo un creciente poder secular, un dios como el que propo¬nía Arrio empezó a resultar más atractivo. A reyes y potenta¬dos identificarse con semejante dios les resultaba más fácil que identifi-carse con una deidad humilde y pasiva que se sometió al martirio sin resistencia y que rehuía el contacto con el mundo.
Aunque el arrianismo fue condenado en el concilio de Nicea de 325, Constantino había demostrado simpatía por él. Al morir él, su hijo y sucesor, Constancio, abrazó el arrianismo; y bajo sus auspicios se convocaron concilios que empujaron a los líderes de la ortodoxia eclesiástica al exilio. En 360 el arrianismo ya había despla¬zado al cristianismo de Roma. Y, aunque volvió a ser condenado oficialmente en 381, continuó conquistando adeptos. Cuando los merovingios subieron al poder en el siglo V, virtualmente todos los obispados de la cristiandad eran arríanos o estaban vacantes.
Entre los devotos del arrianismo estaban los godos, que se habían convertido a dicha herejía en el siglo IV. Los suevos, los lombardos, los vándalos, los burgundos y los ostrogodos eran arríanos. También los visigodos.
Suponiendo que los primeros merovingios, con anterioridad a Clodoveo, fueron receptivos al cristianismo, éste sería el cristianismo arriano de los visigodos y los burgundos.
Bajo los auspicios de los visigodos, el arrianismo pasó a ser la forma de cristianismo predominante en España, Pirineos y Francia. Si es cierto que la familia de Jesús halló refugio en la Galia, en el siglo V sus señores ya eran los visigodos arrianos.
No es probable que la familia padeciese persecución bajo el régimen. Probablemente gozaría de gran estima y es posible que se aliara matrimonialmente con la nobleza visigoda antes de hacer lo mismo con los francos y producir los merovingios. Y con la protección de los visigodos, estaría a salvo de todas las amenazas de Roma. Así pues, no tiene nada de extraño encontrar nombres semíticos en la aristocracia y la realeza visigótica.
A pesar del pacto entre la Iglesia y Clodoveo, los merovingios siempre habían simpatizado con el arrianismo.
Si el arrianismo no era perjudicial para el judaismo, tampoco lo era para el islamismo, que subió con la misma velocidad meteórica. La visión que tenía el arrianismo de Jesús concordaba con la que tenía el Corán. En el libro santo de los musulmanes Jesús aparece mencionado no menos de 35 veces, bajo cierto número de títulos: «Mensajero de Dios» y «Mesías» entre otros. Sin embargo, en ningún momento se le considera como otra cosa que un profeta mortal, precursor de Mahoma. Y, al igual que Basílides y Mani, el Corán dice que Jesús no murió en la cruz, «no le crucificaron, sino que creyeron hacerlo».
El Corán no se extiende en explicaciones, pero sí lo hacen los comentaristas islámicos. Según ellos, había un sustituto, que generalmente se supone que era Simón de Cirene. Ciertos autores musulmanes dicen que Jesús se es¬condió y contempló la crucifi¬xión de un sustituto, lo cual concuerda con los papiros de Naj 'Hammadi.
El judaismo y los merovingios
Merece la pena señalar la tenacidad con que, incluso ante las perse¬cuciones, la mayoría de las herejías —y el arrianismo— insistieron en la mortalidad y la humanidad de Jesús.
Pero no encontramos ninguna indicación de que alguna de ellas pose¬yera conocimiento de primera mano de la premisa a la que se aferraban. Menos aún encontramos pruebas, aparte de los papiros de Naj 'Hammadi, de que fueran conscientes de una estirpe. Por supuesto, es posible que exis¬tiesen ciertos documentos afines, incluso genealogías y archivos.
La virulencia de la per¬secución romana podría ser indicio de un temor a tales pruebas y de un deseo de asegurarse de que las mismas jamás saliesen a la luz. Pero, parece que el empeño de Roma se vio coronado por el éxito.
Así pues, las herejías no nos dieron ninguna confirmación decisiva de la existencia de una conexión entre la familia de Jesús y los mero¬vingios, los cuales aparecieron en la escena mundial unos cuatro si¬glos más tarde. Esta confirmación tuvimos que buscarla en los propios merovingios.
Ya habíamos considerado el legendario nacimiento de Meroveo, hijo de dos padres, uno de los cuales era una criatura acuática— y había¬mos conjeturado que la intención de tal fábula era ocultar una alianza dinástica o matrimonial. Pero, aunque el simbolismo del pez era sugestivo, no podíamos conside¬rarlo como concluyente.
De modo parecido, el pacto entre Clodoveo y la Iglesia de Roma tenía mucho más sentido al examinarlo bajo la luz de nuestro «guión»; mas el pacto en sí no constituía una prueba concreta. Y, si bien a la sangre real de los merovingios se le atribuía una naturaleza sagrada, milagrosa y divina, en ninguna parte se decía que esta sangre fuese de Jesús.
Era necesario valorar los fragmentos de pruebas circunstanciales. Y debíamos determinar si había influencias judaicas en los merovingios.
Ciertamente, no parece que los reyes merovingios fueran antisemi¬tas. Al contrario, dan la impresión de haber sido comprensivos con los judíos en sus domi-nios, y esto a pesar de las protestas de la Iglesia de Roma. Los matrimonios mixtos eran frecuentes. Muchos judíos poseían grandes fincas. Muchos eran dueños de esclavos y sirvientes cristianos. Y muchos prestaban servicios en calidad de magistrados y administradores de alto rango a sus señores merovin¬gios. En conjunto, la actitud merovingia ante el judaismo no parece haber tenido paralelo en la historia de Occidente anterior a la reforma luterana.
Los merovingios creían que su poder milagroso residía en gran parte en sus cabellos, que tenían prohibido cortar. Su postura en este asunto era idéntica a la de los nazaritas del Antiguo Testamento, uno de los cuales era Sansón. Hay muchos datos que inducen a pensar que Jesús era un nazarita. Según los primeros autores eclesiásti¬cos, san Jaime, el hermano de Jesús, era nazarita.
En la casa real merovingia, así como en las familias relacionadas, había nombres judaicos. Así, en 577 un hermano del rey Clotario II fue bautizado como Sansón. Un conde del Rosellón se llamaba Salomón y otro Salomón llegó a ser rey de Bretaña. Hubo un abad Elisachar, variante de «Eleazar» y «Lázaro». «Meroveo» parece derivarse de Oriente Me¬dio.
Los nombres judaicos se hicieron cada vez más prominentes en virtud de matrimonios dinásticos entre merovingios y visigo¬dos. Estos nombres figuran en la nobleza y la realeza visigoda; y es posible que muchas familias «visigodas» fueran judaicas. Esta posibilidad es más verosímil si se tiene en cuenta que los cronistas utilizaban las palabras «godo» y «judío» de modo intercambiable.
En el sur de Francia y las marcas hispánicas vivía una población judía nu¬merosa. A esta región se la llamaba «Gothie» o «Gothia», por lo que a menudo se daba el nombre de «godos» a sus habitantes, error que a veces quizás era premeditado. Debido a este error, era imposible identificar a los judíos, salvo por medio de sus apellidos. Así, el suegro de Dagoberto se llamaba Bera, un nombre semítico. Y la hermana de Bera estaba casada con un Levy.
Huelga decir que los nombres y el misticismo del cabello no consti¬tuían una base sólida para edificar una conexión entre merovingios y judaismo. Pero había otro detalle que resultaba. Los merovingios eran la dinastía real de los francos, una tribu teutónica que se guiaba por el derecho tribal de los teutones. En las postrimerías del siglo V este derecho, codificado y expresado en un marco romano, pasó a llamarse «la ley sálica». En sus orígenes, la ley sálica era una ley tribal teutó¬nica y databa de antes del advenimiento del cristianismo romano a Europa. Durante los siglos siguientes continuó oponiéndose a la ley eclesiástica promulgada por Roma. Durante toda la Edad Media fue la ley secular oficial del Sacro Imperio Romano. En tiempos de la reforma luterana el campesinado y los caballeros alemanes toda¬vía incluían, en sus agravios contra la Iglesia, el desprecio que ésta mostraba por la ley sálica.
Hay toda una sección de la ley sálica que ha desconcertado a los estudiosos, además de ser fuente de debates jurídicos. Se trata de una sección de estipulaciones y cláusulas referentes a cir¬cunstancias en virtud de las cuales los itinerantes pueden establecer residencia y recibir la ciudadanía. Lo que es curioso es que su origen no es teutónico y los autores se han sentido empujados a postular hipótesis estrafalarias para explicar su inclusión en el código sálico. Sin embargo, se ha descubierto que esta sección se deriva de la ley judaica. Más, cabe localizar su origen en el Talmud. Así, la ley sálica, al menos en parte, nace de la ley judaica. Y a su vez esto sugiere que los merovingios —bajo cuyos auspicios se codificó la ley sálica—estaban versados en la ley judaica.
El principado de Septimania
Estos detalles resultaban provocativos, pero sólo aportaban una base tenue: que una estirpe descendiente de Jesús existió en el sur de Francia, que esta estirpe se alió matrimonialmente con los merovingios y que los merovingios eran parcialmente judaicos. Pero, si bien la época merovingia no nos pro¬porcionó ninguna prueba, sí lo hizo la época posterior.
Ya habíamos estudiado la posibilidad de que la estirpe merovingia sobreviviese después de ser destronada por los carolingios. Durante nuestras investigaciones habíamos encontrado un principado autó¬nomo en el sur de Francia durante un siglo y medio, cuyo gobernante más famoso fue Guillem de Gellone, uno de los héroes de su tiempo. Fue también el protagonista de Willehalm de von Eschenbach y se dice que estuvo relacio¬nado con la familia del Grial. Fue en Guillem y en sus antecedentes donde encontramos algunas pruebas.
En el momento culminante de su poder Guillem conta¬ba entre sus dominios el nordeste de España, los Pirineos y la región de la Francia conocida por Septimania. Había en dicha región una nutrida población judía. Durante los siglos VI y VII esta población había gozado de unas relaciones cordialísimas con sus señores visigodos, partidarios del cristianismo arriano; tanto es así, que los matrimonios mixtos eran cosa frecuente y las palabras «godo» y «judío» se empleaban de forma intercambiable.
En 711, la situación de los judíos de Septimania y del nordeste de España ya se había agravado. Dagoberto II había sido asesinado y su linaje había tenido que esconderse en Razés, la región que incluía Rennes-le-Cháteau. Y si bien ramas colaterales de los merovingios todavía ocupa¬ban nominalmente el trono al norte, el único poder estaba en manos de los «mayordomos de palacio», los usur¬padores carolingios que, con el apoyo de Roma, se dispu¬sieron a instaurar su dinastía. Para entonces los visigo¬dos se habían convertido al cristianismo romano y comenzaban a per-seguir a los judíos. Así, cuando la España visigoda fue invadida por los moros en 711, los judíos dieron la bienvenida a los invasores.
Bajo el gobierno musulmán los judíos de España disfrutaron de una existencia próspera. Los moros se portaban bien con ellos y a menudo los colocaban al frente de la administración de ciudades conquistadas. El comercio judío alcanzó prosperidad. El pensamiento judaico coexistía con el islámico y los dos se fecundaban. Y en muchas ciudades la población era predominantemente judía.
Los moros cruzaron los Pirineos y penetra¬ron en Septimania; y desde 720 hasta 759 —mientras el nieto y el bisnieto de Dagoberto seguían su existencia clandestina en Razés— Septimania permaneció en manos islámicas. Septimania se convirtió en un principado moro autónomo, que tenía su propia capital en Narbona y sólo debía lealtad al emir de Córdoba. Y desde Narbona los moros de Septimania empezaron a lanzar ataques contra el norte franco.
El avance moro fue contenido por Carlos Martel, mayordomo de palacio y abuelo de Carlomagno. En 738 Martel ya había obli¬gado a los moros a retirarse hasta Narbona. No obstante, Narbona —defendida tanto por moros como por judíos— re¬sultó inexpugnable, y Martel desahogó su frustración devas¬tando la campiña que rodeaba la ciudad.
En 752 el hijo de Martel, Pipino, había formado alianzas con aristócratas locales que le permitieron tener a Septimania bajo su control. Sin embargo, Narbona continuó resistiendo, soportando un sitio de siete años. La ciudad representaba una espina dolorosa en Pipino.
Pipino y sus sucesores eran muy sensibles a las acusaciones de haber usurpado el trono merovingio. Para tener derecho a la legitimidad, forjó alianzas dinásticas con familias supervivientes de la sangre real merovingia. Para dar mayor validez a su posición, dispuso que su coronación se distinguiera por el rito bíblico del ungimiento, en virtud del cual la Iglesia asumía la prerrogativa de nombrar reyes. Pero en el ritual del ungimiento había otro aspecto. Según los eruditos, el ungi¬miento constituía un intento deliberado de sugerir que la monarquía franca era una copia exacta, si no una continuación, de la monarquía judaica del Antiguo Testamento. Esto es inte-resantísimo. Pues ¿por qué Pipino querría legitimarse por medio de un prototipo bíblico? A no ser que la dinastía a la que él depuso —merovingia— se hubiera legitimado de la misma manera.
Pipino se encontró ante dos problemas: la resistencia de Narbona y establecer su derecho al trono acudiendo al precedente bíblico. Pi¬pino resolvió ambos problemas por medio de un pacto que en 759 estableció con la población judía de Narbona. De conformidad con dicho pacto, Pipino recibiría la sanción de los judíos a su sucesión bíblica. También recibiría ayuda judía contra los moros. A cambio de ello, concedería a los judíos de Septimania un princi¬pado y un rey propios.
En 759 la población judía de Narbona se revolvió de pronto contra los defensores musulmanes, les dio muerte y abrió las puertas de la fortaleza a los sitiadores francos. Poco después, los judíos reconocieron a Pipino como su señor nominal y validaron la sucesión bíblica legítima. Mientras tanto Pipino cumplió su parte del pacto. En 768 se creó en Septimania un principado judío que rendía lealtad nominal a Pipino pero que, en esencia, era independiente. Se designó un gobernante en calidad de rey de los judíos. En los romances este personaje se llama Aymery. Sin embargo, según los testimonios que se conservan, parece que adoptó el nombre de Teodorico o Thierry. Y fue reconocido tanto por Pipino como por el califa de Bagdad como «la semilla de la real casa de David».
Tal como ya habíamos descubierto, los eruditos modernos no esta¬ban seguros de cuáles eran los orígenes de Teodorico. Según la mayoría de los investigadores, era descendiente de los merovingios. Según Arthur Zuckerman, era nativo de Bagdad, descendiente de judíos que habían vivido en Babilonia desde el cautiverio. Con todo, es posible que el «exilarca» de Bag¬dad no fuera Teodorico. Cabe que el «exilarca» llegase de Bagdad para consagrar a Teodorico y que los testimonios posteriores confundieran un personaje con el otro. Zuckerman menciona que los «exilarcas occidentales» eran de «sangre más pura» que los orientales.
¿Quiénes eran los «exilarcas occidentales» si no los merovingios? ¿Por qué un individuo descendiente de merovingios sería recono¬cido como rey de los judíos, gobernante de un principado judío y «semilla de la casa real de David», a no ser que los merovingios fuesen parcialmente judaicos? Tras la colusión de la Iglesia en el asesinato de Dagoberto y la violación del pacto con Clodoveo, es muy posible que los merovingios repudiaran toda lealtad a Roma y volviesen a su fe de antes. En todo caso, sus lazos con dicha fe se verían reforzados por el matrimonio de Dagoberto con la hija de un príncipe «visigodo» que llevaba el nombre semítico de Bera.
Teodorico o Thierry consolidó aún más su posición, así como la de Pipino, contrayendo un oportuno matrimonio con la hermana de éste, Alda, tía de Carlomagno. En los años siguientes el reino judío de Septimania disfrutó de una próspera existencia. Incluso se le concedieron extensiones respetables de tierras eclesiásticas, a pesar de las protestas del papa Esteban III y sus sucesores.
El hijo de Teodorico, rey de los judíos de Septimania, era Guillem de Geilone, entre cuyos títulos estaban el de conde de Barcelona, de Toulouse, de Auvergne... y de Razés. Al igual que su padre, Guillem era, no sólo merovingio, sino también judio de sangre real. Una sangre real que era de la casa de David, hecho que era reconocido por los carolingios, por el califa y por el papa.
A pesar de los intentos de ocultarlo, los eruditos modernos han demostrado el judais¬mo de Guillem. Incluso en los romances habla con soltura tanto el hebreo como el árabe. La divisa de su escudo es la de los «exilarcas» orientales: el León de Judá, la tribu a la que pertenecía la casa de David y a la que pertenecería Jesús. Se le da el apodo de «nariz ganchuda». E incluso en medio de sus campañas hace todo lo posible por guardar el sábado y la fiesta judaica de los taberná¬culos.
Guillem de Gellone se convirtió en uno de los «pares de Carlomagno», un héroe histórico en la tradi¬ción popular.
Cuando el hijo de Carlomagno, Luis, fue investido empera¬dor, Guillem colocó la corona sobre su cabeza. Cuentan las crónicas que Luis dijo: «Señor Guillermo... es tu linaje el que ha levantado el mío». Es una afirmación extraordinaria si se tiene en cuenta que va dirigida a un hombre cuyo linaje parece oscuro.
En 806 Guillem se retiró de la vida activa y se encerró en su acade¬mia. En ella murió en 812, y luego la academia fue convertida en monasterio, el Saint-Guilhelm-le-Désert. Con todo, incluso antes de la muerte de Guillem, Gellone había pasado a ser una de las principales sedes del culto de la Magda¬lena en Europa, culto que floreció en dicho lugar al mismo tiempo que la academia judaica.
Jesús era de la tribu de Judá y de la casa real de David. De Magdalena se dice que llevó el Grial —Sangraal o «sangre real»— a Francia. Y había en el sur de Francia un potentado de la tribu de Judá y de la casa real de David al que se reconocía como rey de los judíos. No sólo era un judío practicante. Era también un merovingio. Y en el poema de von Eschenbach él y su fa¬milia están relacionados con el Santo Grial.
La semilla de David
A lo que parece, en siglos posteriores se han hecho intentos de extirpar toda traza del reino judío de Septimania. La confusión de «godos» y «judíos» parece ser un indicio de esta censura. Pero la censura no podía albergar la espe¬ranza de salir triunfante.
En 1143 Pedro el Venerable de Cluny, en una alocución dirigida a Luis VII de Francia, con¬denaba a los judíos de Narbona, que pretendían tener un rey.
En 1144 un monje de Cambridge, Theobald, habla de «los principales príncipes y rabís de los judíos que moran en España y se reúnen en Narbona donde reside la semilla real». Y en 1165-1166 Benjamín de Tudela, viajero y cro¬nista, da cuenta de que en Narbona hay «sabios, magnates y prínci¬pes a la cabeza de los cuales está un descendiente de la casa de David según se manifiesta en su árbol genealógico».
Pero cualquier semilla de David que residiera en Narbona en el siglo XII era de menor importancia que cierta semilla que vivía en otra parte. Los árboles genealógicos se bifurcan y producen bosques.
Si ciertos descendien¬tes de Teodorico y Guillem se quedaron en Narbona, hubo otros que durante los cuatro siglos intermedios habían alcan¬zado dominios más augustos. En el siglo XII dichos dominios in¬cluían Lorena y el reino franco de Jerusalén.
En el siglo IX la estirpe de Guillem había culminado en los primeros duques de Aquitania. También se alineó con la casa ducal de Bretaña. Y en el siglo X Hugues de Plantard —apodado «nariz larga» y descendiente por línea directa tanto de Dagoberto como de Guillem— fue padre de Eustache, primer conde de Boulogne. El nieto de Eustache fue Godofredo de Bouillon, duque de Lorena y conquistador de Jerusalén. Y de Go¬dofredo nacieron una dinastía y una «tradición real» que, por estar fundadas sobre «la roca de Sion», eran iguales a las que presidían en Francia, Inglaterra y Alemania.
Si los merovingios descendían de Jesús, entonces Godofredo —vastago de la sangre real merovingia— había recuperado su legítimo patrimonio al con¬quistar Jerusalén.
Godofredo y la subsiguiente casa de Lorena eran católicos. Para sobrevivir en un mundo ya cristiani-zado, tenían que serlo. Pero parece que sus orígenes eran conocidos en ciertos círculos. En el siglo XVI se dice que Henri de Lorena, duque de Guisa, al entrar en la ciudad de Joinville, fue recibido por multitudes que cantaban «Hosanna al hijo de David».
15
Conclusión y portentos para el futuro
Pero si la afirmación de que Jesús resucitó de los muertos hay que entenderla simbólicamente, entonces es susceptible de varias interpretaciones. La objeción de que entenderla simbólicamente pone fin a la esperanza cristiana de inmortalidad no es válida, porque mucho antes del advenimiento del cristianismo la humanidad creía en una vida después de la muerte y, por tanto, no necesitaba el aconteci¬miento de la pascua como garantía.
El peligro de que una mitología entendida literalmente, y tal como la enseña la Iglesia, sea repudiada en su totalidad es hoy más grande que nunca. ¿No ha llegado la hora de que la mitología cristiana sea entendida simbólicamente por una vez?
CARL JUNG
Buscábamos respuestas a preguntas que nos llenaban de perplejidad. Durante la búsqueda tropezamos con algo de importancia superior. Y nos vimos conducidos a una conclusión sorpren¬dente.
Esta conclusión nos obligó a dirigir la atención hacia la vida de Jesús y los orígenes de la religión fundada por él.
No podemos probar la exactitud de nues¬tra conclusión. Sigue siendo una hipótesis, hasta cierto punto. Pero tiene un sentido coherente. Explica muchas cosas.
Sin embargo, si no podemos probar nuestra conclusión, hemos recibido pruebas de que la Prieuré de Sion sí puede. Basándonos en sus cartas y en conversaciones con nosotros, estamos dispuestos a creer que la orden posee algo que representa una «prueba irrefutable». No sabemos en qué puede consistir tal prueba. Sin em-bargo, podemos hacer una conjetura.
Si nuestra hipótesis es correcta, la esposa y los hijos de Jesús (y pudo engendrar varios hijos), después de huir de Tierra Santa, hallaron refugio en el sur de Francia y preservaron su linaje en el seno de una comunidad judía. Parece que este linaje se alió matrimonialmente con el linaje real de los francos, engen¬drando la dinastía merovingia. La Iglesia hizo un pacto con la dinastía, comprometiéndose a perpetuidad con la estirpe merovingia, es de suponer que conociendo la identidad de dicha estirpe. Esto explicaría por qué se ofreció a Clodoveo la categoría de Sacro Emperador Romano, «nuevo Constantino», y por qué no fue nombrado rey, sino que únicamente se le reconoció como tal.
Cuando la Iglesia intervino en el asesinato de Dagoberto y en la traición a la estirpe merovingia, se hizo culpable de un crimen que no podía borrarse. Sería necesario suprimirlo.
A pesar de todos los esfuerzos por erradicarla, la estirpe de Jesús —o la estirpe merovingia— sobrevivió. En parte sobre¬vivió a través de los carolingios, que se sentían más culpables por su usurpación de lo que se sentía Roma, y procuraron legitimarse mediante alianzas dinásticas con princesas merovingias. Pero, más significativamente, sobrevivió a través del hijo de Dagoberto, Sigisberto, entre cuyos descendientes estaba Guillem de GeUone, gobernante del reino judío de Septimania y más adelante, Godofredo de Bouillon.
Con la conquista de Jerusalén por Godofredo en 1099, el linaje de Jesús recuperaría su patrimonio legítimo, que le fuera conferido en tiempos del Antiguo Testamento.
Es dudoso que la genealogía de Godofredo fuese tan secreta como Roma hubiera de¬seado. Dada la hegemonía de la Iglesia, no pudo haber una revelación abierta. Pero es probable que abundasen las leyendas; y todo esto halló su expresión en cuentos como el de Lohengrin, el antepasado mítico de Godofredo y, naturalmente, en los romances sobre el Santo Grial.
Si nuestra hipótesis es correcta, el Santo Grial sería cuando menos dos cosas a la vez. Por un lado, la estirpe y los descendientes de Jesús, la «Sang Raal», la sangre «real» cuya custodia fue encomendada a los templarios, orden creada por la Prieuré de Sion. Al mismo tiempo, el Grial sería, literalmente, el receptá¬culo o vasija que contuvo la sangre de Jesús. Dicho de otro modo, sería el vientre de Magdalena y, por extensión, la propia Magdalena. De esto nacería el culto a Magdalena, tal como fue promulgado en la Edad Media; y este culto sería confundido con el culto a la virgen. Puede demostrarse que muchas de las «vírgenes negras» de principios de la era cristiana eran alta-res, no a la virgen, sino a Magdalena: y muestran una madre y un hijo. También se ha argüido que las catedrales góticas —esas majes¬tuosas copias de piedra del vientre dedicadas a «Notre Dame»— eran altares a la consorte de Jesús en lugar de a su madre.
El Santo Grial simbolizaría tanto la estirpe de Jesús como Magdalena, de cuyo vientre salió dicha estirpe. Pero cabe que fuese algo más.
En 70 d. de C, durante la revuelta en Judea, las legiones romanas saquearon el templo de Jerusalén. Se dice que el tesoro fue a parar finalmente a los Pirineos y el señor Plantard, durante la conversación que sostuvo con nosotros, afirmó que dicho tesoro estaba hoy en manos de la Prieuré.
Pero cabe que el templo de Jerusalén contuviese más que el tesoro robado por los centuriones. En el judaismo antiguo la religión y la política eran inseparables. El Mesías tenía que ser un rey-sacerdote cuya autoridad abarcaría los dominios espirituales y los seculares. Así, es verosímil que en el templo se guardasen anales oficiales pertenecientes al linaje real de Israel, los certificados de naci¬miento, las licencias matrimoniales y otros datos relativos a cualquier familia real. Si Jesús era el «rey de los judíos», el templo contendría información. Incluso es posible que contuviera su cuerpo o su sepulcro.
No hay ninguna indicación de que Tito, al saquear el templo en 70 d. de C, obtuviera algo que tuviera alguna relación con Jesús. Por supuesto, es posible que semejante material fuese destruido. Por otro lado, también cabe que fuera escondido; y los soldados no se molestarían en buscarlo. Es obvio que cualquier sacerdote que se ha¬llase en el templo sólo podía hacer una cosa. Al ver que una falange de centuriones avanzaba, les dejaría el tesoro material. Y escondería, quizá debajo del templo, las cosas de mayor importancia, relacionadas con el rey legítimo de Israel, el Mesías reconocido y la familia real.
En 1100 los descendientes de Jesús ya habrían alcanzado prominen¬cia en Europa y, a través de Godofredo, también en Pales¬tina. Ellos conocerían su árbol genealógico y sus antepasados. Pero tal vez no podrían probar su identidad. De haberse sabido que existía tal prueba en el templo, no se hubiese escatimado ningún esfuerzo por encontrarla. Esto explicaría el papel de los templarios, los cuales realizaron excavaciones debajo del templo, en los «esta¬blos de Salomón».
Basándonos en los datos, nos pareció que apenas cabían dudas de que los templarios fueron enviados a Tierra Santa con el propósito de encontrar algo. Y cumplie¬ron su misión. Parece que encontraron lo que les habían ordenado que buscasen y que lo trajeron a Europa. Poca duda cabe de que, bajo los auspicios de Bertrand de Blanchefort, cuarto Gran maestre del Temple, algo fue ocultado en Rennes-le-Cháteau, para lo cual se importó un con¬tingente de mineros alemanes, los cuales construyeron un escondrijo. Sobre lo que se escondió en él sólo pueden hacerse especu¬laciones. Puede que se tratara del cuerpo momificado de Jesús. Puede que fuese el equivalente de la licencia matrimonial de Jesús o de los certificados de nacimiento de sus hijos (o ambas cosas). Puede que fuera algo igualmente explosivo. A cualquiera o a todos estos objetos se les podía aplicar el nombre de «Santo Grial». Cualquiera o todos ellos pudieron pasar a manos de los herejes cataros y formar parte del misterioso tesoro de Montségur.
Se dice que, a través de Godofredo, existió una «tradición real» que, por estar «fundada sobre la roca de Sion», igualaba en categoría a las principales dinastías de Europa. Si —como afirman el Nuevo Testamento y la francmasonería— la «roca de Sion» es un sinónimo de Jesús, de pronto esta afirmación tendría sen¬tido.
Una vez instalada en el trono del reino de Jerusalén, la dinastía merovingia pudo fomentar las insinuaciones relati¬vas a su ascendencia. Esto explicaría por qué los romances sobre el Grial aparecieron en el momento y en el sitio en que aparecieron, y por qué tenían relación con los caballeros templarios.
Con el tiempo, una vez consolidada su posición en Palestina, la «tradición real» descendiente de Godofredo y Balduino probablemente divulgaría sus orígenes. Entonces el rey de Jerusalén gozaría de precedencia sobre los demás monarcas de Eu¬ropa y el patriarca de Jerusalén sustituiría al papa.
Tras desplazar a Roma, Jerusalén se convertiría en la capital de la cristiandad y quizá mucho más que la cristiandad. Porque si Jesús fue recono¬cido como profeta mortal, como rey-sacerdote legítimo del linaje de David, es muy posible que fuese aceptable tanto para los musulmanes como para los judíos.
En su calidad de rey de Jerusalén, sus descendientes estarían en condiciones de poner en práctica uno de los principios de la política templaría: la reconciliación del cristianismo con el judaismo y el islamismo.
Las circunstancias históricas no permitieron que las cosas llegaran a este punto. El reino franco de Jerusalén jamás conso¬lidó su posición.
Completamente sitiado por los ejércitos musulmanes, inestables su gobierno y su administración, jamás adquirió la fuerza interna que necesitaba para sobrevivir, y menos aún para imponer su supremacía sobre las coronas de Europa y Roma.
El proyecto se fue a pique; y con la pérdida de Tierra Santa en 1291 se derrumbó por completo.
Los merovingios se encontraron una vez más sin corona. Y los templarios no sólo se hicieron superfluos, sino que también se podía prescindir de ellos.
En los siglos siguientes los merovingios —ayudados, dirigidos o protegidos por la Prieuré de Sion— hicieron repetidos intentos de recuperar su patrimonio, pero estos intentos se limitaron a Europa.
Al parecer, llevaron aparejados tres programas. Uno consistía en la creación de un clima psicológico, una tradición clandes¬tina cuyo objetivo sería erosionar la hegemonía espiritual de Roma. Esta tradición halló expresión en el pensamiento hermético y esoté¬rico, en los manifiestos rosacruces, en ciertos ritos de la francmasonería y en los símbolos de la Arcadia y de la corriente subterránea.
Un segundo programa entrañaba la ma¬quinación política, la intriga y la conquista del poder, las técnicas que emplearon las familias de Guisa y Lorena y los arquitectos de la Fronda.
Un tercer pro¬grama eran los matrimonios dinásticos.
A primera vista, estos procedimientos bizantinos eran innecesarios; diríase que los merovingios —si descen¬dían de Jesús— no hubieran tenido problemas para establecer su su¬premacía. Lo único que necesitaban era demostrar su identidad y el mundo les reconocería.
En realidad, las cosas no hubiesen sido tan sencillas. Jesús no era recono¬cido por los romanos. La Iglesia, cuando le pareció conveniente, no dudó en sancionar el asesinato de Dagoberto y el derrocamiento de su estirpe. La revelación prematura de su genealogía no habría garanti¬zado el éxito de los merovingios, hubiese sido mucho más probable que les perjudicara, que hiciera estallar una lucha entre fac-ciones, que precipitase una crisis de la fe y que provocara desafíos tanto de la Iglesia como de otros potentados seculares.
A menos que estuvieran bien instalados en posiciones de poder, los merovingios no hubiesen podido resistir tales repercusiones.
Así pues, los merovingios tuvieron que recurrir a procedimientos más convencionales. Por lo menos en cuatro ocasiones estos procedimientos estuvieron muy cerca del éxito y sólo quedaron frustrados a causa de errores de cálculo, de la fuerza de las circunstancias o de fenómenos imprevistos.
Sin embargo, fue en el siglo xvm cuando la estirpe merovingia se acercó más al cumplimiento de sus objetivos. En virtud de sus alianzas matrimoniales con los Habsburgo, la casa de Lorena había adquirido el trono de Austria, el Sacro Impe¬rio Romano. Cuando María Antonieta, hija de Francois de Lorena, se convirtió en reina de Francia, también el trono francés estuvo a una generación. De no haber intervenido la revolución francesa, la casa de Habsburgo-Lorena tal vez hubiera es¬tado en camino de establecer su dominio sobre Europa.
Es claro que la revolución francesa fue un golpe devastador para los merovingios. En un único y terrible cataclismo los proyectos trazados durante un siglo y medio quedaron reducidos a escombros. Además, a juzgar por referencias en los «Prieuré», la orden de Sion, durante los tiempos de la revolución, perdió muchos de sus anales más preciosos. Esto podría explicar el cambio en el puesto de Gran maestre de la orden, que a partir de entonces fue ocupado por figuras culturales francesas que tenían acceso a material que no podía encontrarse en otra parte.
Tam¬bién podría explicar el papel de Sauniére. En la misma víspera de la revolución, Antoine Bigou, el predecesor de Sauniére, había escon¬dido, y posiblemente redactado, los pergaminos cifrados, tras lo cual huyó a España. Así, es posible que la Prieuré, al menos durante un tiempo, no supiera dónde estaban los pergaminos. Pero, aun en el caso de que se supiese que estaban en la iglesia de Rennes-le-Cháteau, no hubiera sido fácil recuperarlos sin contar con las simpa¬tías del sacerdote encargado de dicho templo, un hombre que obede¬ciese las órdenes de la Prieuré, que guardase silencio.
Sauniére murió sin divulgar su secreto. Lo mismo hizo Marie Denarnaud. Durante los años siguientes se han llevado a cabo muchas excavaciones en Rennes-le-Cháteau, pero ninguna ha dado fruto. Si en cierta ocasión se escondieron en aquellos parajes determinadas cosas explosivas, es seguro que ya las habían sacado cuando la historia de Sauniére comenzó a llamar la atención: a no ser que tales cosas estuvieran escondidas en algún lugar que fuese inmune a los buscadores de tesoros, en una cripta subterránea, por ejemplo.
En cuanto a los pergaminos que encontró Sauniére, dos de ellos —o sus facsímiles— han sido publicados. Los otros dos han sido man¬tenidos secretos.
En su conversación con nosotros Plantard afirmó que dichos pergaminos están guardados en una caja fuerte del banco Lloyd's de Londres.
¿Y el dinero de Sauniére? Ya sabemos que parte de él se obtuvo por una transacción financiera en la que intervino el archiduque Johann von Habsburg. También sabemos que sumas sustanciosas fueron puestas a la disposición, no sólo de Sauniére, sino también del obispo de Carcasona, por el abate Henri Boudet, cura de Rennes-les-Bains.
Hay motivos para concluir que la mayor parte de los ingresos de Sauniére le fue pagada por Boudet, el cual utilizaba como intermediaria a Denarnaud. Por supuesto, el misterio sigue envolviendo el lugar de donde Bou¬det, que era un párroco pobre, obtenía tales recursos. Parece claro que era un representante de la Prieuré; pero seguimos sin saber si el dinero salía de la orden. Es posi¬ble que saliera de la tesorería de los Habsburgo. O tal vez del Vaticano, que tal vez se veía sometido a un chantaje político por parte tanto de la orden como de los Habsburgo.
En todo caso, la cuestión del dinero o del tesoro nos parecía incidental.
Hemos formulado una hipótesis sobre una estirpe descendiente de Jesús que ha perdurado hasta nuestros días. Pero nuestras investigaciones nos han persuadido de que el misterio de Rennes-le-Cháteau lleva aparejado un intento serio de reestablecer una monarquía merovingia en Francia, por no decir en toda Europa, y de que la pretensión de legitimidad se apoya en la descendencia merovingia de Jesús.
Vistas desde esta perspectiva, se hacen explicables varias de las preguntas planteadas por nuestras investigaciones. Lo mismo cabe decir de muchos fragmentos de apa¬riencia trivial pero desconcertantes: el título del libro asociado con Nicolás Flamel: El sagrado libro de Abraam el judío, príncipe, sacerdote, levita, astrólogo y filósofo de aquella tribu de judíos que por la ira de Dios fueron dispersados entre los galos; o el Grial simbólico de Rene de Anjou, que proporcionaba una visión tanto de Dios como de Magdalena; o las Nupcias químicas de Christian Rosenkreuz, que habla de una misteriosa niña de sangre real que llega a la playa en una embarcación y cuyo patrimonio legítimo ha caído en manos islámicas; o el secreto que Poussin conocía, así como el «Secreto» que «residía en el corazón» de la Compagnie du Saint-Sacrement.
Ahora está claro por qué Luis XI consideraba a Magdalena como fuente del linaje real de Francia, creencia que, incluso en el contexto del siglo XV, nos pareció absurda. También se explica por qué se dice que la corona de Carlomagno llevaba la inscripción «Rex Salomón». Asimismo, nos explica¬mos por qué los Protocolos de los sabios de Sion hablan de un nuevo rey «de la sagrada semilla de David».
Durante la segunda guerra mundial, por razones que nunca se han explicado, la cruz de Lorena se convirtió en el símbolo de las fuerzas de la Francia Libre bajo el mando de de Gaulle. En sí mismo esto es curioso. ¿Por qué la cruz de Lorena —la divisa de Rene de Anjou— fue equiparada con Francia? Lorena nunca fue el corazón de Francia. De hecho, durante la mayor parte de su historia, Lorena fue un estado germánico que comprendía parte del Sacro Imperio Romano. Puede que la cruz de Lorena fuese adoptada a causa del papel que desempeñó la Prieuré en la resistencia francesa. En parte, puede que fuese adoptada a causa de la relación entre De Gaulle y miembros de la Prieuré, como Plantard. Pero resulta interesante ver que, casi 30 años antes, la cruz de Lorena figuraba en un poema de Charles Péguy. No mucho antes de morir en la batalla del Mame en 1914, Péguy compuso:
Las armas de Jesús son la cruz de Lorena, tanto la sangre en la arteria como la sangre en la vena, tanto la fuente de gracia como la fuente clara;
Las armas de Satán son la cruz de Lorena, y la misma arteria y la misma vena, y la misma sangre y la fuente revuelta.